viernes, 15 de noviembre de 2013

Reseña de las clases 1,2 y 3 del seminario 2 de Jacques Lacan El Yo en la teoria de Freud y en la técnica psicoanalitica Jacques Lacan,

Este texto toma como referencia principal el Seminario, libro 2 El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 2001.


Evaristo Peña Pinzón


 Psicólogo egresado de la Universidad Nacional de Colombia, 
Magister en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura de la Universidad Nacional de Colombia. 
Docente de la Universidad Antonio Nariño

Este escrito es más una interpretación de frases proferidas por Lacan en su seminario  2 sobre “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, de las cuales se presentan algunos amarres con la idea de mantener la forma con que el autor presenta sus elaboraciones, y provocaciones, para realizar una lectura de la obra de Sigmund Freud.

Clase  1

El ‘yo’ tiene un lugar en la teoría y técnica psicoanalítica, así como lo tiene en otras disciplinas. Su conceptualización en psicoanálisis, hecha por Lacan, no es equivalente, ni el uso, frente a la psicología o a otras disciplinas, partiendo del fundamento que encontramos en la obra de Freud, la cual obedece a una elaboración progresiva en función de la clínica.

Para empezar, en francés existen dos vocablos que permiten diferenciar el ‘yo’[1]: el pronombre ‘je’ que cumple la función de sujeto en una oración, que se establece como simbólico propiamente dicho; y el ‘moi’, que hace las veces de complemento. En la versión del seminario usada, el traductor aclara que el ‘ich’ freudiano (‘yo’ en alemán) se asume como yo (moi), es decir, del lado del funcionamiento imaginario,  como complemento.

Existe una elaboración sobre el ‘moi’ en el campo de algunos filósofos, y también se la encuentra en el campo de la ‘conciencia común’. Lacan propone que esto es parte de la historia del concepto, y que es con Freud con quien se marca una división histórica, en la que el ‘moi’ puede ser asumido conceptualmente como ‘el antes’, en un tiempo preanalítico, a lo desarrollado por Freud. El concepto sufrirá una modificación, una conmoción particular, luego de la introducción de la teoría freudiana: se dará una revolución, en un sentido copernicano, en relación con la comprensión e intervención sobre el aparato psíquico.

La nueva perspectiva abierta por Freud se enfoca en abolir la concepción precedente, signada por la idea de la razón y el control voluntario de los impulsos anímicos como totalizantes del ser. Luego de la revolución generada por la teoría de Sigmund Freud aparecerá todo un movimiento alrededor del planteamiento de su hija, Anna Freud, y sus postulados, que hacen “reaparecer” una noción del ‘moi’ lejana a la propuesta del propio Freud, lejana a la coherencia de su conjunto teórico, postura que tiende a la reabsorción del saber analítico por la psicología general, que para el caso resulta ser equivalente a la psicología preanalítica. En otras palabras, mientras Freud postuló una organización estructuralista del aparato psíquico y un funcionamiento bajo las lógicas de las formaciones del inconsciente, los postfreudianos (con su hija a bordo) se encargaron de hacer lo posible por derribar dicha elaboración, ignorando los descubrimientos cruciales del fundador, lo que degeneró en una psicología analítica que no corresponde ni con el espíritu clínico de Freud, ni con la teoría que atraviesa los hallazgos, y mucho menos con las posibilidades de creación de nuevas formas de comprensión del aparato psíquico y de sus procesos.

Por ello Lacan insiste con que en el psicoanálisis no son separables la teoría y la práctica. De allí que el descubrimiento del inconsciente cambie el panorama del qué hacer médico para Freud, mostrando luces a una nueva praxis, que implica sensibles y progresivas modificaciones en muchos de sus postulados teóricos.

Por otra parte, los nacientes analistas de la época de Freud asumieron sus conceptos interpretándolos fuera de la perspectiva que él proponía[2], permitiendo la reabsorción de la que se habló, y llevando la práctica analítica por caminos poco recomendables para el paciente, pues al concebir el ‘moi’ como el eje central de la intervención analítica se obtienen unas consecuencias puntuales en la relación analista-paciente y en la dirección de la cura, tendientes a la identificación, y por ende fuera del propósito freudiano: la liberación del síntoma por vía del saber sobre la verdad.

¿Qué es lo que se pretende en análisis? Esta es una de las preguntas iniciales que debemos hacer, pues está aparejada con el lugar que se le da al ‘moi’ al interior de la práctica. El análisis cumple un papel desmitificador de las relaciones humanas, justamente para salir de la permanencia en la ilusión fundamental, la alucinación del hombre moderno, en relación con su integración como individuo, factor fundamental que revela el malestar generalizado en relación con las pulsiones indomeñables, lo cual está bien signado en las redes de un síntoma mediante la identificación. Así, nada más opuesto al espíritu freudiano que pretender una salida del malestar por la vía de la identificación.

Por esta razón es crucial entender el lugar justo del ‘moi’: el hombre moderno cultiva una cierta idea de sí mismo = ‘semi-ingenuo’ <> ‘semi-elaborado’. Su ilusión consiste en la creencia de estar elaborado de ‘tal o cual’ modo, haciendo participar en esto una serie de nociones difusas construidas por él y culturalmente admitidas desde imperativos categóricos como:

“[…] soy hombre, con sus justificaciones que pretenden ser homogéneas para un cierto grupo, hasta aquellas que denotan su tendencia, igualmente homogeneizante, al plantearse dentro de la civilización como individuo”[3].

Así puede creer el individuo, por ejemplo, que su creación proviene de una cuestión absolutamente ‘natural’, siendo esta concepción contradictoria con su realidad psíquica. Nada más actual que esa ilusión científica en la que, por ejemplo, la evolución explica todo del comportamiento humano, hasta que éste muestra como los límites de la explicación son los que realmente se revelan con el acto humano.

Freud trasciende esta ilusión, la cual ejerce una influencia decisiva en la subjetividad. De aquí el cuestionamiento de si quien se interese por el psicoanálisis abandona, o abandonará, lo que Freud vislumbró en la emergencia de lo inconsciente, o por el contrario, se permitirá evidenciar su relieve, para que ello, bien lejos de ser un concepto etéreo, obtenga nueva vida.

Lo inconsciente es lo que permite que la verdad y el saber le exijan al sujeto una postura singular en la relación interhumana, sin que dejen de aportar, estos dos campos, ‘el saber’ y ‘la verdad’, ambigüedad de sí mismos y entre ellos. Con el descubrimiento del inconsciente Freud ubica justamente, entre estos dos campos, al deseo, y a éste lo vincula fundamentalmente con lo reprimido.

El saber se enlaza a las exigencias de coherencia, lo cual precede al progreso de la ciencia en tanto experimental. Para articular esto con la historia, Lacan trae a escena los postulados de Sócrates, quien fundara una nueva forma de ‘ser-en-el-mundo’, una nueva subjetividad. Sócrates propone que la ‘areté’, el bien máximo al que un humano puede acceder, no se alcanza por la vía del saber-ciencia, lo que produce un descentramiento. El saber como virtud pretendida le abre todo un campo al ‘individuo’[4], pero eso no quiere decir que logre su ser, su transmisión o su formación en la vía de la ciencia. El individuo aquí encuentra un límite, justamente en el encuentro con la imposibilidad de unicidad. Posteriormente puede ubicarse el nacimiento de la noción del ‘yo’, solo con la imposibilidad podemos hacer una teoría de la unicidad. La dificultad para nosotros aquí tiene que ver con nuestra incapacidad para pensar el tiempo anterior, ahistórico, aquel que no existía, lo que nos lleva siempre a la idea de que ‘eso estuvo siempre ahí’. Sucede con el ‘yo’, y con el lenguaje: se originan o se fundan en un momento y con unas condiciones especiales, a partir de lo cual ya no es posible pensar en ‘lo anterior’ si no es con los símbolos de la actualidad, lo que genera una sensación de perpetuidad, por supuesto engañosa. Concluimos que con el pensamiento no se puede abolir un orden nuevo.

De esta manera es que no podemos dejar de pensar sin la noción del ‘yo’, adquirido en el transcurso de la historia de la humanidad y del sujeto, noción para la cual Lacan calcula que fue gracias a un proceso más bien reciente.

Para aquel que permanece muy seguro del orden del mundo a la manera cartesiana, ‘pienso, luego soy’, la cuestión de la realidad psíquica no le es tan fácil. Si la conciencia fuera transparente a sí misma (nunca lo es), el ‘je’ demuestra que no tiene por qué serlo. Lo que sucede, básicamente, es que el ‘je’ le es dado a la conciencia como un objeto: su aprehensión no implica al mismo tiempo que conozca sus propiedades. El ‘je’ es como un dato inmediato en el acto reflexivo, pero eso no implica que la totalidad de la realidad yoica quede agotada por esta vía.

En la historia de la ciencia, y en especial en la filosofía, se llega a una noción del ‘moi’ cada vez más formal, lo que implica una crítica a esa función. Por ejemplo, hubo un momento en que el progreso en relación con ésta función se desvió hacia la idea del ‘moi’ como sustancia que debía ser sometida a estricta crítica científica. El pensamiento se embarcó así en la apuesta de considerar al ‘moi’ como puro espejismo, y al no conservar un recelo ante el sustancialismo del ‘moi’ quedó implícito el interés en la noción religiosa de alma[5].

La revolución copernicana de Freud no sustancializa, y a la vez descentra la cuestión del ‘moi’, no lo fija en el centro de la cuestión analítica, pero sí le da un lugar y un modo de funcionamiento tal que permite un primer progreso de la teorización y la práctica respecto a esta función, a saber, a la manera como el poeta Rimbaud propuso: en realidad “…yo es otro”[6].

La propuesta de Freud, su descubrimiento, es que lo central es lo inconsciente, y esta formalización se escapa del círculo de certidumbres mediante las cuales el humano se reconoce como ‘je’. Solo fuera del campo de certidumbres es posible que algo pueda expresarse como ‘je’ en análisis, siendo esto justamente lo más desconocido para la función que cumple el ‘moi’.

En otras palabras, en el campo de las certidumbres se encuentra funcionando el ‘moi’, que cumple básicamente la tarea de mantener un apasionado desconocimiento frente a lo más íntimo subjetivo, su deseo inconsciente, lo que hace al sujeto deseante, ‘je’.

Por la época de Freud, él se ve obligado a admitir que lo que tiene que ver con el ‘moi’ está relacionado con la conciencia. Entonces, para Freud existía la equivalencia ‘moi’ = consciencia. Pero en su obra Freud, según la exposición de Lacan, no consigue situar la conciencia, y confiesa que ésta no es situable. Lacan propone que sí es posible situar la conciencia, pero partiendo de la correcta ubicación del ‘moi’ y el ‘je’.

Lo que Freud propone es un estudio de la subjetividad, mostrando el error que resulta cuando el sujeto del inconsciente se confunde con el individuo. El individuo ‘es’ en referencia a su especie, y por ello tenemos en cuenta propiedades suyas en tanto organismo que resultan, por definición, ser sus metas, ligadas a la perdurabilidad de la especie. Freud aporta que las elaboraciones alcanzadas por y sobre el sujeto no son situables en el eje donde se trata del individuo. Freud nos dice: el sujeto no es su inteligencia, ni las medidas que se logren de ella, él no se encuentra sobre el mismo eje de sus habilidades particulares, es excéntrico, el sujeto no se adapta, y mucho menos actúa en beneficio de lo que requiere la especie para supervivir, pues el humano subvierte el orden ‘natural’ mediante la cultura.

‘Yo es otro’: el sujeto está descentrado respecto al individuo.

Como ejemplo es evidente la cuestión del amor. Es manifiesto que el amor propio, el narcisismo, tiene como punto central el hedonismo propio del ego siendo esto lo que embauca, frustra a la vez, nuestro placer inmediato y las satisfacciones que podríamos extraer de nuestra ‘superioridad’ como especie respecto al placer. Por esta vía irrumpe la libido, la pulsión, el proceso primario, y no permite que el sujeto se satisfaga si no es mediante un telón de fondo de la insatisfacción, del deseo siempre insatisfecho.

Si no se comprende esto, la tentación de seguir por un camino diferente al planteado por Freud es amplia, al tiempo que se tiende a incomprender su texto en una suerte de delirio que interpreta la noción del ‘yo’, asumiéndola como ‘una cierta capacidad adaptativa’, heredando el error de los sucesores psicologicistas.

En ese tipo de elucubraciones, propias del grupo que psicologiza al análisis, el ‘moi’ es central. Parten de una psicología general que tiende, como en uno de sus casos, a proyectar sus postulados hacia una ‘autonomía del ego’, y ni qué decir sobre las ideas de adaptación, resocialización, etcétera, de egos sociópatas. En la misma vía está el sueño de la armonización pulsional, o de las emociones del sujeto, en fin, psicología que piensa el asunto del bien desde una moral que está perfectamente acomodada a la demanda social en la que el sujeto es embaucado con la identificación pretendida en una homogeneización obliterante.

Esta tendencia responde a la locura, más o menos generalizada, en el orden de las creencias, de las cuales una de ellas es: “nosotros somos nosotros”, idea de autonomía que pretende integrar conducta y voluntad a cuenta del ‘moi’. La evidencia de que la realidad no es así es captada por el sujeto cuando, justamente, duda de ello, duda de ser ‘si mismo’, y sin que necesariamente sufra fenómenos de despersonalización.

La idea de autonomía se cierra con las de ‘yo débil’ y ‘yo fuerte’, que inciden en toda una manera de pensar y hacer de una técnica, llamada analítica, algo que en realidad se aleja del espíritu elaborado por Freud.

Clase 2

El concepto ‘yo’[7] en la teoría freudiana no es equivalente al de la teoría clásica tradicional, aunque la prolongue[8]: en la teoría freudiana el ‘yo’ cobra un valor funcional.

El recorrido, entonces, viene desde Sócrates. En su época este tema era entendido diferente a la manera como se entiende el ‘yo’ en la actualidad. Enlazándolo con el máximo bien, con la perfección, ‘areté’, que da cuenta de la realización total del individuo, la concepción arcaica del ‘yo’ cayó bajo sospecha un tiempo después de lo propuesto por Sócrates, sospecha de inautenticidad. Esto causa, o bien un viraje concreto de la relación del hombre consigo mismo o una simple toma de conciencia. Al respecto, el psicoanálisis asume que se trata del viraje de la relación del hombre consigo mismo, hacia ‘otra cosa’. Fusión imposible del psicoanálisis con la psicología general debido al planteamiento unilineal evolutivo, preestablecido, que la última comporta.

De aquí que el vocabulario psicoanalítico sea el único con capacidad para designar, dentro de su propio campo, su objeto de estudio, y a la vez aquello que hace parte de la realidad cotidiana del análisis, de su práctica, sin dejar pasar  lo vital del asunto de diferenciar lo que en la clínica y en la investigación se descubre. Si el psicoanálisis no es los conceptos en los que se formula y se transmite, no es psicoanálisis, es otra cosa.

En este punto Lacan plantea una discusión sobre el dialogo platónico y el análisis, apuntando a que la cuestión de la ‘episteme’, el saber ligado por coherencia formal, no puede abarcar todo el campo de la experiencia humana. Justamente, no existe una ‘episteme’ de aquello que realizaría la perfección de la experiencia humana. Esta falta es lo que el individuo vive, lo que delimita la cuestión del sujeto ‘en falta’ de una episteme, con la que el individuo sueña deslumbrado con la idea de completitud.

Sumando más elementos, Lacan introduce la cuestión de la ortodoxia, la opinión verdadera, como la que permite una acción determinada, siendo a la vez revelador que lo que existe de verdadera en ella no es aprehensible por su saber ligado-científico.

La ‘episteme’ moderna ha realizado muchos progresos, tantos que hoy no es la misma que propone Sócrates. Pero la actual no deja de tener en su interior un fundamento de coherencia. Justamente, la ciencia experimental, la psicología, se mantiene en el campo de plantearse al individuo como centro, refiriéndolo a la adaptación dentro de un marco coherente ligado a su entorno, o a su aspiración, lo que es radicalmente diferente al planteamiento psicoanalítico, y todo básicamente por el estatuto que se le otorga al ‘moi’.

La disertación socrática sobre el amo y el esclavo equivale en parte a la cuestión que pone en juego el análisis, que con su marco epistemológico propone un paso hacia ‘otra dirección’: de lo imaginario a lo simbólico. El esclavo no puede dar el paso, queda aún en el campo de lo imaginario, es el amo-maestro que proporciona el paso. Es en el paso en el que se genera un clivaje, lo cual interesa porque muestra una detención elegida ante la homogeneización, y la introducción de una realidad forzada, que es sentida como impuesta. Este es el logro, junto a tantos otros, del surgimiento de la palabra, para la humanidad y para el sujeto.

La aparición del símbolo tiene la propiedad de historizar, de generar su propio pasado, lo cual sucede en todo campo del saber a partir de una base intuitiva, imaginaria, lo que genera siempre un error: considerar que ‘eso’ (lo que sea) ya estaba ahí. Freud es categórico al respecto: lo que diferencia en buena parte su teoría de las demás es considerare que el ‘yo’ es una instancia que no estaba, que se construye:

“Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya.”[9]

El ejemplo del bebé que grita, y que es acallado con el seno materno en un movimiento de ordenamiento-sanción, logra introducir un elemento imaginario que será matriz para simbolizar el objeto oral del sujeto en falta de éste, lo que genera una base intuitiva que lo llevará a perseguir y nunca reencontrar lo que, anhelado en un tiempo, de ningún modo tuvo antes. En ese movimiento, esa nueva acción psíquica, es el ‘yo’ el que cobra su lugar como función.

Continuando, lo que se descubre en análisis tiene que ver con la ‘orthodoxa’, opinión verdadera: todo en la acción analítica es anterior a la constitución de un saber[10], lo que no impide constituir algo de la misma naturaleza, del orden del saber, ‘a posteriori’.

Ahora, desde el lugar de quien escucha en la relación analítica, existe una paradoja: cuanto más se sabe, mayor es el riesgo. El psicoanalista debe formarse, moldearse, fuera del dominio de donde se sedimenta su saber.

Las palabras fundadoras son todo aquello que ha constituido al sujeto. Estas palabras están enmarcadas en unas leyes de nomenclatura que determinan, hasta cierto punto, la posibilidad de que los humanos copulen y forjen nuevos símbolos, pero también nuevos seres, con un nombre, que es y da cuenta de lo que cada uno tiene reservado.

Volviendo a la secuencia de trabajos de Freud, Lacan acota la importancia de seguir un orden en la lectura, pues no es gratuito que se hayan dado las cosas así en la obra de Freud, no ocurrieron así nada más. Recomienda así una serie de lecturas que dan cuenta del recorrido freudiano en relación con el ‘moi’[11].

Llegando a este punto, Lacan se permite dar paso a la comunicación de Lefèbvre-Pontalis sobre ‘Más allá del principio del placer’[12]. Se proponen tres elementos llamativos para la elaboración del trabajo del texto:

  1. El sueño en las neurosis traumáticas tiene el lugar de ser retorno de lo traumático, o sea que la idea de realización alucinatoria de deseo cae, se viene abajo.
  2. El juego del fort-da está en concordancia con el proceso de abandono efectuado por la madre, en el cual el niño intenta asumir el papel activo 8se debe pensar en términos de identificación).
  3. La situación transferencial conlleva una suerte de ‘repetición’, evidente en los sueños y en otras formaciones del inconsciente, en vez de la rememoración. Así, queda en evidencia que ‘la resistencia no procede de lo reprimido, procede del yo’.[13] Se modifica la concepción que Freud tenía de la transferencia, la cual ya no es solo producto de una disposición sino una compulsión a repetir.

Existe así la conclusión en Freud de la existencia de algo diferente al principio del placer en tanto tendencia irresistible a la repetición, que trasciende tanto al principio del placer como al principio de realidad que, aunque opuestos, Freud los organizó bajo la idea del ‘principio de constancia’. La compulsión aparece definida de manera contradictoria en tanto que se aborda según la lógica de su meta: controlar aquello que amenaza el equilibrio, produciéndolo. Esto introduce la dimensión mortífera de la repetición, la cual, como tendencia, modifica la armonía preestablecida entre principio de placer y principio de realidad, lo que conduce a integraciones cada vez más amplias y, por tanto, se convierte en el factor de progreso propiamente humano. La repetición, entonces, se ubica más allá del principio del placer. Pontalis propone dos dimensiones de la repetición: una como factor de progreso y otra como mecanismo.

Freud, en el texto citado, trata la cuestión del ‘moi’ como núcleo de las resistencias en la transferencia. El ‘moi’ tiende a la seguridad, al estancamiento, al placer. Es así como se puede definir que la problemática del ‘moi’ está enlazada a la función del narcisismo. De nuevo, se pone en tela de juicio la cuestión de la adaptación, del progreso, incluso se abre el cuestionamiento sobre la realidad. Lacan plantea, para cerrar esta case, la necesidad de desligar dos registros que tienden a ser confundidos: el de lo biológico y el de lo humano.

Clase 3

El edipo y su correlato, la prohibición del incesto, poseen una intensidad fantasmática que impacta sobre el plano imaginario del sujeto. Y se logró saber de esto solo a partir del estudio de los neuróticos, para luego pasar a una extensión mayor de sujetos. La prohibición, y los fenómenos que presenta la neurosis, son más bien recientes, terminales, en oposición a ‘originales’, es decir que son la piedra de toque, el acabado de un proceso.

En toda noción causal existe implicada una finalidad. Pero para el pensamiento causal no existe finalidad, por eso no es posible comprender algo de los fenómenos familiares o de parentesco si se intenta deducirlos de una dinámica natural. En otras palabras, el incesto en sí no suscita ningún sentimiento ‘natural’ de horror. Esto es lo que dice Levy Strauss: no existe ninguna razón biológica o genética que explique la exogamia.

Lo natural no abarca lo propiamente humano, es decir, lo natural no abarca a la función simbólica, la cual interviene en todos los momentos y grados de la existencia humana. Esto deriva en que, para el ser humano, todo está relacionado. La función simbólica, en tanto impacta lo imaginario y lo organiza, cobra una relevancia transversal en su experiencia, en la que el significante, la palabra, pone las bases de lo humano.

Levy Strauss apunta a la cuestión de las estructuras elementales, justamente las que dan cuenta de una red de prohibiciones, preferencias, indicaciones, mandamientos, facilitaciones. No habla de las estructuras complejas, las cuales son, tal vez, las que vivimos hoy, siendo las que poseen niveles estratificados más extensos, de más intrincada asociación.

El universo simbólico, luego de estar ya planteado, debe estar estructurado como algo acabado, dialéctico y completo. Hasta aquí entonces quedan imbricados tres elementos: ‘universo simbólico’, ‘estructuras de parentesco’ y ‘lo inconsciente’, tres elementos que denotan lo propio, lo obligatorio, para que exista sociedad humana.

Lacan introduce la cuestión del inconsciente colectivo, de la que dice que bien puede tomarse y elaborarse, pero no bajo la forma de ‘un gran animal’ que sería la colectividad humana, idea Jungiana, porque, siendo estrictos, lo colectivo y lo individual son lo mismo, lo inconsciente existe en la medida en que estamos dentro de la función simbólica, a tal punto que somos llevados a pensar la vida en términos mecánicos, por efecto de lo simbólico.

¿En que nos emparentamos con la máquina? Para empezar y aclararlo: el animal es una máquina bloqueada, porque el medio exterior lo determina y hace del individuo un tipo fijo. Bloqueada en el sentido de que está asegurada, de que no se saldrá del programa, su bloqueo le permite al animal la adaptación que nosotros hemos evidenciado en sus comportamientos. En cambio, el ser humano tiene infinidad de posibilidades, de elecciones, lo que nos deja en oposición al animal: somos máquinas, pero descompuestas, desbloqueadas.

La prohibición del incesto es universal y contingente, es decir que, por ser simbólica, pasa a un estatuto de universal para hacer lazo social como marco de las demás prohibiciones, partiendo a la vez de que esto no es necesario desde un punto de vista meramente biológico, puesto que es opcional, pero en tanto tal signada por lo simbólico y por ende obligatoriamente dentro de lo cultural. Este es el punto distintivo entre naturaleza y cultura.

Lo universal simbólico no tiene ninguna necesidad de difundirse sobre la faz de la tierra para ser universal. No existe nada que haga unidad universal, pero desde que el sistema simbólico funciona es de suyo ser universal.

El camino es lodoso. Por ejemplo, se comenten errores al intentar incluir lo dado, lo natural, bajo una significación, al intentar incorporar lo real aportado por la naturaleza siempre existe una limitación fundamental, porque lo dado, lo natural, ‘es’. Al hablar demasiado de ello estamos en el campo del delirio. Es un poco lo acontecido en la filosofía de la naturaleza y en otros intentos de dar cuenta de los orígenes, pretendiendo ir hasta la explicación última en bases biológicas o naturalistas. Y, justamente, Levy Strauss apunta a dar cuenta de los orígenes, y un instante después se encuentra estructurando su teoría mediante árboles simbólicos. Su pregunta, que pretende ir hasta lo inicial, hasta lo más arcaico, lo deja en el borde y ante el vértigo de encontrarse con la naturaleza, y se pregunta: ¿será en ella donde se tiene que buscar las raíces de su árbol simbólico?[14].

Levy Strauss retrocede ante la bipartición muy práctica, creada por él, de naturaleza y cultura. Su oscilación se debe a que no quiere que, con la autonomía del registro simbólico, aparezca Dios. “No quiere que el símbolo, hasta en la forma extraordinariamente depurada con la cual él mismo lo presenta, no sea más que Dios bajo una máscara”[15].

Lacan defiende su discurso, todo esto va a permitirle una exposición sobre la experiencia analítica, ya que los diversos aspectos de la transferencia solo se pueden ordenar correctamente dando lugar a lo simbólico y a la emergencia de la palabra plena en tanto fundadora y creadora para el sujeto. Si no se toma como se debe el valor funcional del ‘moi’, y la condición fundacional de lo simbólico y de la palabra plena, no se puede hablar de transferencia: esta quedaría haciendo cola en la serie de ‘fenómenos intersubjetivos’, ligados por un vínculo vago e inconsistente, absolutamente dependiente de una teorización imaginaria[16].

Retomando la función del ‘moi’, Lacan comenta que para entender lo designado por Freud, por ejemplo su metapsicología, es indispensable servirse de los planos diferentes de la realidad humana, y las relaciones entre estos: simbólico, imaginario, real, apuntando a que el análisis trata de mantener una experiencia simbólica pura. El ‘moi’ en su aspecto más esencial es una función imaginaria, este es el descubrimiento de la experiencia freudiana. Casi que por esta única vía, lo imaginario, se encuentra un elemento de tipicidad de lo humano, y es decepcionante: somos el ‘moi’, por eso tenemos la experiencia de éste y, además, es la guía (una de las pocas) de la experiencia (humana), tanto como lo son las sensaciones. De aquí que el embaucamiento, el engaño, sea típico del humano, bien basado en su narcisismo.

La estructura central de nuestra experiencia pertenece al orden de lo imaginario. Lo simbólico, lo cultural, se monta, por así decirlo, sobre una estructura imaginaria, la cual genera diferencias tajantes entre el animal y el humano: en la relación genérica (la genitalidad para la procreación), ligada a la vida de la especie, el ser humano funciona de otro modo, radicalmente fuera de lo que la especie requiere. Existe en él una fisura, una perturbación de la regulación vital. Esto es lo aportado por Freud con la noción de ‘pulsión de muerte’, la cual introdujo justo cuando su descubrimiento nodal empezaba a perderse.


En el humano, al adelantarse una apercepción sobre la estructura, la tendencia es a replegarse con tendencia a abandonarla, y por eso pasó en el círculo freudiano que al dejar en un segundo plano lo inconsciente, se volvió a una postura confusa, unitaria, naturalista del hombre, del ‘moi’ y de los instintos. De aquí la recomendación lacaniana frente a “Más allá del principio del placer”, y con toda la obra de Freud: leerla varias veces, a pesar de la confusión que pueda causar inicialmente.

En los últimos cuatro párrafos de “Más allá del principio del placer”, Freud quiso salvar cierto dualismo, en el momento en que varias nociones, libido, yo, etc., empezaban a tener la forma de un vasto todo que nos reintroducía en la filosofía de la naturaleza[17].

Para concluir, Lacan indica con fuerza que la función simbólica se introduce como dualismo de ausencia-presencia, es lo que utiliza el hombre para su funcionamiento en un marco que le permitirá sus primeras identificaciones, así como sus vínculos principales con objetos de odio, amor y deseo. El ejemplo lo encontramos en el uso que el ser humano da a las formas que encuentra en la naturaleza, pseudosignificativas, pero que se convierten en las imágenes que utilizará para construir sus símbolos fundamentales. Así, por ejemplo, es el hombre quien introduce la noción de asimetría. En la naturaleza la asimetría no es simétrica ni asimétrica, no existe orden ni medida, sencillamente ‘es lo que es’.

Lacan adelanta que la próxima vez explicará un poco sobre el yo como función y como símbolo, siendo justamente éste el problema que introduce la ambigüedad: el yo, en tanto función imaginaria, solo interviene en la vida psíquica como símbolo.



Referencias:

Ø  Izcovich, Luis. Los Paranoicos y el Psicoanálisis, Editorial No Todo, Medellín 2011.
Ø  Lacan, Jacques. El Seminario, libro 2 El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 2001.
Ø  Freud, Sigmund. “Introducción del Narcisismo” (1914). En Obras Completas, vol. XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 2006.
Ø  Freud, Sigmund. “Más Allá Del Principio Del Placer” (1920). En Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1989.
Ø  Platón. “El Banquete”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007.
Ø  Platón. “Fedón”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007.



[1] Valga la oportunidad para traer al recuerdo las palabras de Javier Jaramillo en los últimos seminarios que dictó, en los cuales insistía sobre la dificultad que afrontamos en español al tener “…un solo yo para ambas funciones, la simbólica y la imaginaria”, que hace las veces de algo tan fuerte que opone todas las resistencias posibles a un análisis, a la emergencia de la pulsionalidad y de sus representantes para ser analizados, y en lo cual podemos preguntarnos sobre la particularidad del trabajo analítico en nuestro contexto y con nuestro idioma.
[2] Para una idea de cómo esto influyó sensiblemente en la praxis y en la realización teórica recomiendo la lectura del primer capítulo del excelente libro de Luis Izcovich, Los Paranoicos y el Psicoanálisis, Editorial No Todo, Medellín 2011.
[3] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 13.
[4] Se usa el término ‘individuo’ siguiendo la forma como Platón hace el tratamiento del ideal en sus textos, en los que Sócrates habla, justamente de la indivisión, o del retorno a la unidad. Véase Platón. “El Banquete”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007. Platón. “Fedón”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007. 
[5] Es la lectura que hago de lo que sucede con el texto hegeliano, si bien en parte, pues el autor se acerca a otros límites angustiantes en los que se cuestiona la existencia del hacedor supremo. Ambas situaciones, su trabajo sobre la sustancialidad del espíritu y la naturaleza del origen de la totalidad, lo llevan a límites que permiten dar al menos un paso en otra dirección, dejando en evidencia el verdadero soporte de la ciencia, a saber, las religiones.
[6] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 17.
[7] En este caso Lacan no aclara, ni el traductor, si se trata de yo (je) o yo (moi) debido a que el concepto es usado en el texto en lo concerniente a la historia de la ciencia y de la filosofía. Considero que se trata del yo (moi) en tanto acepción usada para identificar la integración del individuo, función yoica, más que el pronombre que da  lugar en tanto sujeto del deseo.
[8] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 27.
[9] Freud, Sigmund. “Introducción del Narcisismo” (1914). En Obras Completas, vol. XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 2006., página 74.
[10] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 36.
[11] Ibíd., página 40.
[12] Freud, Sigmund. “Más Allá Del Principio Del Placer” (1920). En Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1989.
[13] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 41.
[14]Ibíd., página 59.
[15] Ídem.
[16] Ibíd., página 60.
[17] Ibíd., página 63.r