De
hecho, en el Departamento de Psicología de la Universidad Nacional fue
apreciado por la sencillez y disponibilidad permanente para sus estudiantes, indistinto
del nivel de conocimientos que tuvieran, sin dejar de ser riguroso, amable y
exigente respecto al desarrollo del saber, y de qué lado debía estar: por su
puesto, el desarrollo correspondía a su interlocutor.
Lo hizo
merecedor de una altísima confianza, depositada en él por sus estudiantes y
pacientes, debido a su estilo inigualable para escuchar e interpretar, que
nunca dio muestras de pedantería, ni pretensión alguna de tener de su lado la
verdad.
Su
pasión por la lectura la transmitía con una tranquilidad docta, de quien se
pregunta y necesita responderse, acudiendo siempre al otro para lograr algún
resultado, por eso hablaba con una facilidad increíble, ya de un tema de
literatura, ya de las ciencias “duras” y de las comparaciones que él hacía con
el psicoanálisis, pero también de éste último y las teorías más complejas con
una sencillez que invitaba siempre a la investigación.
Un
recuerdo que tengo de él es la forma como explicaba en clase la cuestión de los
rituales obsesivos, recurriendo a él mismo. Decía que “uno deja de persignarse,
y luego, al cabo de un tiempo, como siempre seremos un poco obsesivos, pasando
cerca de una iglesia, o un cementerio, el gesto que remplazaba la señal de la
cruz bien podía ser, con un dedo, ajustarse las gafas”. Hacia su gesto y lo
acompañaba de alguna explicación más profunda, compleja, por ejemplo de las
relaciones de la neurosis con la Até, y el ateísmo que era el siguiente paso a
la creencia judeocristiana, por supuesto, aclarando que esas ideas no eran de
él, que se las había encontrado, y que suyo era solo el ejemplo, la teoría y el
saber estaban en otra parte. Nos dejaba en acto siempre la inquietud y la
claridad de que recurriendo a la ‘psicopatología cotidiana’, como método eficaz
para comprender, o interesarse, encontraríamos eso que al parecer no
representaba mayor importancia para el sujeto, pero que cobra todo el valor
para poder restituir aquello de lo que no se quiere saber.
En otra
ocasión, cuando alguien en una conferencia le hizo una pregunta impertinente,
no solo por su contenido, sino por lo que Javier venía elaborando en esa sesión,
no tuvo ninguna dificultad en dar una respuesta, por supuesto, abriendo la
posibilidad a que el auditorio lo pensara un poco, y a quien le propuso la
pregunta que siguiera el curso de análisis de la misma, porque ese cuestionamiento,
bueno, era de él, de quien hacia la pregunta. El tono más sincero y más
directo, respetuoso siempre, se dejaba escuchar aún en esos momentos claves, en
dónde los demás escuchábamos imprudencia o un fuera de lugar, él escuchaba la
oportunidad de hacer vivir el inconsciente.
Una vez
más, no hace muchos años, comentaba cómo en su finca una vez, tomándose un
tinto o un aguardiente, llegó un vecino suyo, una persona nueva en el sector
donde él tenía su casa, y entablaron conversación. Su vecino le preguntó a qué
se dedicaba, y Javier le respondió, soy psicólogo. ¿Por qué no decirle
psicoanalista? Yo me respondo, sin ser la verdad de Javier, ero si la enseñanza
que me dejó: Porque él no estaba interesado en figurar con mayores o menores
títulos, porque le interesaba hablar y escuchar sin interés mediado por un
saber específico, porque “ser psicoanalista” no respondía de su ser, más su ser
estaba más allá de todo bien para el otro, lo que le permitía ser un excelente
psicoanalista y enseñante.
En este
punto es difícil seguir escribiendo de una forma que no sea de la intentar traerlo
al texto, y por eso me permito las siguientes palabras.
Javier.
Gracias. Porque a muchos nos mostraste un camino. Nos trasmitiste, más que un
interés, el deseo de trabajar, de asumir hasta la última consecuencia eso a lo
que nos dedicamos. Me dejas muchos recuerdos, algunos no tan diáfanos como me
gustaría, mientras otros cobran su mayor vigencia ahora.
Uno de
ellos es la idea de la belleza con que escribiste en aquel día en que se lanzó
uno de los productos de tu esfuerzo: la revista “Desde el Jardín de
Freud”. Recuerdo que tus palabras fueron poéticas, en una “justa medida”,
logrando dejarme conmovido. Es lo que pasó en cada sesión de trabajo contigo,
porque libre de pretensiones apuntaste siempre a un deseo más allá de “todo
bien”, como nos lo explicabas no hace muchos días. Ese estilo tuyo,
irrepetible, interesado siempre en hacer sencillo lo complejo y en transmitirlo
¿Cómo no idealizarlo? ¿Cómo no extrañarte? ¿Cómo no sufrir el dolor de tu
partida sin más de tus palabras?
En lo
que a mí respecta, me quedo con tu humor, siempre en un marco de una
inteligencia docta, que no se cansaba de transmitir la alegría del saber,
ubicándolo siempre en otra parte, en particular en tus estudiantes y
analizantes.
Te
queremos. Y por eso no te olvidaremos. Nuestro trabajo siempre estará preñado
de tus enseñanzas, aún de aquellas que no te propusiste con nosotros, pero que
al fin y al cabo, nos hacen ser lo que somos.
Una
parte de nosotros eres Tú, Javier. Vivirás y te haremos vivir otro rato más,
hasta que la secuencia prosiga, hasta que la memoria nos funcione, hasta que
nuestro deseo siga encarnándose en lo que día a día hacemos.
Hasta
siempre, Javier.
Evaristo
Peña Pinzón
Junio 1
de 2012