viernes, 29 de junio de 2012

Despedida a Javier Jaramillo

Es muy triste, para quienes tuvimos el honor y el placer de conocerlo, despedir a Javier Jaramillo Giraldo, psicólogo y psicoanalista, profesor de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, quien transmitió su saber y su deseo por la profesión a un sin número de generaciones de psicólogos, y en especial para aquellos que hemos optado profundizar en el psicoanálisis.



De hecho, en el Departamento de Psicología de la Universidad Nacional fue apreciado por la sencillez y disponibilidad permanente para sus estudiantes, indistinto del nivel de conocimientos que tuvieran, sin dejar de ser riguroso, amable y exigente respecto al desarrollo del saber, y de qué lado debía estar: por su puesto, el desarrollo correspondía a su interlocutor.



Lo hizo merecedor de una altísima confianza, depositada en él por sus estudiantes y pacientes, debido a su estilo inigualable para escuchar e interpretar, que nunca dio muestras de pedantería, ni pretensión alguna de tener de su lado la verdad.



Su pasión por la lectura la transmitía con una tranquilidad docta, de quien se pregunta y necesita responderse, acudiendo siempre al otro para lograr algún resultado, por eso hablaba con una facilidad increíble, ya de un tema de literatura, ya de las ciencias “duras” y de las comparaciones que él hacía con el psicoanálisis, pero también de éste último y las teorías más complejas con una sencillez que invitaba siempre a la investigación.



Un recuerdo que tengo de él es la forma como explicaba en clase la cuestión de los rituales obsesivos, recurriendo a él mismo. Decía que “uno deja de persignarse, y luego, al cabo de un tiempo, como siempre seremos un poco obsesivos, pasando cerca de una iglesia, o un cementerio, el gesto que remplazaba la señal de la cruz bien podía ser, con un dedo, ajustarse las gafas”. Hacia su gesto y lo acompañaba de alguna explicación más profunda, compleja, por ejemplo de las relaciones de la neurosis con la Até, y el ateísmo que era el siguiente paso a la creencia judeocristiana, por supuesto, aclarando que esas ideas no eran de él, que se las había encontrado, y que suyo era solo el ejemplo, la teoría y el saber estaban en otra parte. Nos dejaba en acto siempre la inquietud y la claridad de que recurriendo a la ‘psicopatología cotidiana’, como método eficaz para comprender, o interesarse, encontraríamos eso que al parecer no representaba mayor importancia para el sujeto, pero que cobra todo el valor para poder restituir aquello de lo que no se quiere saber.



En otra ocasión, cuando alguien en una conferencia le hizo una pregunta impertinente, no solo por su contenido, sino por lo que Javier venía elaborando en esa sesión, no tuvo ninguna dificultad en dar una respuesta, por supuesto, abriendo la posibilidad a que el auditorio lo pensara un poco, y a quien le propuso la pregunta que siguiera el curso de análisis de la misma, porque ese cuestionamiento, bueno, era de él, de quien hacia la pregunta. El tono más sincero y más directo, respetuoso siempre, se dejaba escuchar aún en esos momentos claves, en dónde los demás escuchábamos imprudencia o un fuera de lugar, él escuchaba la oportunidad de hacer vivir el inconsciente.



Una vez más, no hace muchos años, comentaba cómo en su finca una vez, tomándose un tinto o un aguardiente, llegó un vecino suyo, una persona nueva en el sector donde él tenía su casa, y entablaron conversación. Su vecino le preguntó a qué se dedicaba, y Javier le respondió, soy psicólogo. ¿Por qué no decirle psicoanalista? Yo me respondo, sin ser la verdad de Javier, ero si la enseñanza que me dejó: Porque él no estaba interesado en figurar con mayores o menores títulos, porque le interesaba hablar y escuchar sin interés mediado por un saber específico, porque “ser psicoanalista” no respondía de su ser, más su ser estaba más allá de todo bien para el otro, lo que le permitía ser un excelente psicoanalista y enseñante.



En este punto es difícil seguir escribiendo de una forma que no sea de la intentar traerlo al texto, y por eso me permito las siguientes palabras.



Javier. Gracias. Porque a muchos nos mostraste un camino. Nos trasmitiste, más que un interés, el deseo de trabajar, de asumir hasta la última consecuencia eso a lo que nos dedicamos. Me dejas muchos recuerdos, algunos no tan diáfanos como me gustaría, mientras otros cobran su mayor vigencia ahora.



Uno de ellos es la idea de la belleza con que escribiste en aquel día en que se lanzó uno de los productos de tu esfuerzo:  la revista “Desde el Jardín de Freud”. Recuerdo que tus palabras fueron poéticas, en una “justa medida”, logrando dejarme conmovido. Es lo que pasó en cada sesión de trabajo contigo, porque libre de pretensiones apuntaste siempre a un deseo más allá de “todo bien”, como nos lo explicabas no hace muchos días. Ese estilo tuyo, irrepetible, interesado siempre en hacer sencillo lo complejo y en transmitirlo ¿Cómo no idealizarlo? ¿Cómo no extrañarte? ¿Cómo no sufrir el dolor de tu partida sin más de tus palabras?



En lo que a mí respecta, me quedo con tu humor, siempre en un marco de una inteligencia docta, que no se cansaba de transmitir la alegría del saber, ubicándolo siempre en otra parte, en particular en tus estudiantes y analizantes.



Te queremos. Y por eso no te olvidaremos. Nuestro trabajo siempre estará preñado de tus enseñanzas, aún de aquellas que no te propusiste con nosotros, pero que al fin y al cabo, nos hacen ser lo que somos.



Una parte de nosotros eres Tú, Javier. Vivirás y te haremos vivir otro rato más, hasta que la secuencia prosiga, hasta que la memoria nos funcione, hasta que nuestro deseo siga encarnándose en lo que día a día hacemos.



Hasta siempre, Javier.





Evaristo Peña Pinzón

Junio 1 de 2012