viernes, 14 de octubre de 2011

Reseña sobre: “LA FUNCIÓN DEL PADRE EN PSICOANÁLISIS”, Y “EL PADRE REAL, EL PADRE IMAGINARIO Y EL PADRE SIMBÓLICO, LA FUNCIÓN DEL PADRE EN LA DIALÉCTICA EDÍPICA”, “LA FUNCIÓN PATERNA Y SUS AVATARES”

Basado en Joel Dor, El padre y su función en psicoanálisis, capítulos 1, 4 y 5, Nueva Visión, Buenos Aires, 1984.

Evaristo Peña Pinzón
Psicólogo Universidad Nacional
Candidato a Magister Psicoanálisis y Cultura Universidad Nacional de Colombia
Docente Facultad de Psicología Universidad Antonio Nariño

Partiendo de la experiencia del pequeño niño en el marco de la fusión inicial con su madre, llegamos a la problemática del padre en tanto representante de una ley isomorfa al deseo. Freud adelanta este descubrimiento en el momento en que propone el edipo como drama vivido por el pequeño/a ante la inminencia del cambio rotundo de la mirada de su madre sobre otro lugar en el lazo familiar[1]. Lacan propondrá, con su estructuralismo, una situación en la que los elementos se juegan de una manera particular, a saber: la instauración de una ley producto de la función metafórica del deseo materno gestionada por el padre. Así, la problemática inicial que se planteará es la calidad, el estatuto del padre, en relación con lo que el psicoanálisis descubre en el complejo de edipo.
Iniciemos por seguir lo que el autor propone en relación con que el concepto de “padre” en psicoanálisis. No se trata del personaje encarnado sino de una función propia de la estructura producto del lenguaje en la que se forjan los sujetos humanos. De allí que la noción de padre en psicoanálisis sea la de operador simbólico, que si bien no es histórico debido a que no se refiere a quien ha sido genitor, en la medida en que él no funda la función[2], sí es el que puede ordenar y originar la historia subjetiva en tanto historia mítica.
Esta historia mítica se refiere al paso de ese instante preedípico a un enlace con los vínculos sociales vía la prohibición remarcada para el sujeto y hecha represión, operación que sobrecoge a la fusión fundamental de la madre con el hijo.
La consistencia de la función paterna es la cuestión estructurante puesta en acción para el sujeto en un segundo tiempo, después de sus enlaces imaginarios que hacen posible la emergencia del sentido y de allí el anudamiento con lo simbólico, todo en un marco de operación lógica de soporte de los elementos, los cuales logran eficacia solo en la mediación que cada uno hace de los demás.
Ahora, “operador simbólico” se entiende como aquello que reemplaza un significante fundamental por otro significante, siendo el significante fundamental el que aporta la madre en la fusión con el niño. De allí que podamos decir que ésta “función paterna”, en tanto simbólica, es universal, pues es la cuestión que logra en el humano forjarse como tal en las redes del lenguaje, indistintamente de las costumbres o demás características de lazo que se imponen en cada vinculo familiar particular.
La función que cumple el “operador simbólico” atraviesa la sexuación del sujeto, siempre en lo plausible de una identidad construida y por ende no reductible a la bipartición biológica, hecho que permite al sujeto desplegar sus identificaciones más allá de una adaptabilidad instintiva. La función paterna es condición de la sexuación, pero también, de ahí en adelante, de la organización de los significantes con los que el sujeto esforzará representaciones, otros significantes con los cuales encontrará rastros de su pérdida y de sus elecciones, dentro de las redes del deseo.
Las consecuencias de pensar la cuestión del padre como “significante ordenador simbólico” son:
·         Ningún padre de la realidad es poseedor ni fundador de la función simbólica a  la que representa.
·         Un padre en la realidad se constituye en el vector (direccionando) de esa función.
·         La cuestión será más de la cualidad del padre dentro de la estructura, y al hablar de cualidad de entenderá la naturaleza de su funcionamiento en tanto elemento (padre simbólico, imaginario o real).

La estructura hace un lugar al padre, y su función prevalente será la de depositario de hacer valer la existencia de la ley de prohibición del incesto, la cual prevalece sobre las normas y preexiste a todas las reglas de interacción humana.
La estructura en donde se tramitarán los estandartes del padre será el espacio de negociación imaginaria entre los protagonistas de la fusión original: madre-hijo, quienes al inicio se encuentran referidos siempre a la respuesta por el estatuto del falo en tanto que significante del deseo de uno y de otro.
El falo será un significante de entrada para una mujer en la vía de ser madre, al obtener por medio de su sexualidad la posibilidad de encontrarse con un objeto que viene en el lugar de la falta en ser que posee: un hijo. Esta relación resulta bidireccional, pues ella invitará al pequeño a ser ese objeto que colma, momento fundamental en el que se hace un amarre primario de los corporal a las imagos fundamentales de placer-displacer mediatizadas por la madre, quien introduce también, en tanto función materna, las primeras transacciones simbólicas del pequeño niño.
Falo entonces que juega de maneras diversas para la economía subjetiva de la fusión inicial de la madre y su hijo, relación primigenia fundamental para establecer los elementos estructurales que se jugarán luego con la función paterna, la cual está siempre tras bambalinas para hacer su participación en la escena de triangulación edípica.
¿Cómo ingresa el padre a ser parte de esa fusión inicial y cómo logra operar en su calidad simbólica? Por medio de su existencia en los otros dos registros de la realidad humana; como producto de la necesaria naturaleza de incompleta que posee la madre, se realiza su interés más allá de su hijo-falo, favoreciendo la entrada en la fantasía del rival para el niño/a; pero también la condición de que un padre se dirija a esta y responda de su propio deseo, es decir, de esa falta en ser que porta como hombre y que la hace dirigirse a ella como objeto de su deseo.
Entonces no se trata de tiempos cronológicos secuenciales, se trata de tiempos lógicos que implican la existencia de elementos suficientes para que se subjetive el edipo como drama estructurante en el sujeto.
El padre será convocado, en un estatus de real[3], para dar prueba de su derecho de ciudadanía en el país otro que es la fusión de la madre con su hijo-falo. De allí que ésta noción de padre real sea más cercana al de la encarnación, pero siempre en función de lo que se operará simbólicamente, es decir, en relación con la operación de sustituir con un significante otro significante que representa al deseo materno.
El hecho de estructura fundamental será entonces que el deseo materno sea susceptible de dirigirse a otros significantes y no solo al hijo, ley interna de la ordenación simbólica que antecede como prohibición del incesto para la madre, lo que abre la puerta para la sujeción del pequeño a ésta ley, la cual equivale a desear más allá de la relación preedípica inicial.
El operador simbólico realizará su labor en tanto metáfora, operando como un significante: nombre del padre. Este, en tanto elemento de la cadena simbólica, permite sustituir el deseo materno para la realidad del infante.
Ahora bien, la situación es partir de esta operación para entender que se trata de una función simbólica, que se cumplirá bajo las condiciones particulares de la estructura que se juega en la negociación libidinal del triángulo madre-hijo-falo. Intervendrá el padre en categoría de operador de sucesiones lógicas de investiduras diferentes, tanto del objeto como de su lugar en la estructura.
La función paterna propenderá por:
  • Instituir y regular la dimensión de complejo y de conflicto del edipo.
  • Promover el desarrollo de la dialéctica edípica en tanto sustitución metafórica del deseo, lo que no exige la presencia de un padre real.
  • Evidenciar que la carencia del padre simbólico tiene que ver con su inconsistencia dentro de la estructura para realizar la metáfora del deseo, lo cual no es coextensivo de tal o cual carencia en, o de, un padre real.
  • Operar solo en calidad de función simbólica, metáfora del nombre del padre.

Las operaciones lógicas de corte que se producen y que dan un estatuto determinado al objeto y su falta son introducidas justamente en las modalidades como la función se realiza en sus distintos registros, sustentándose en la existencia de un padre, comprendiendo que su acción es funcional más que de emergencia cronológica, y que su participación en la escena desde los diferentes registros es lo que alimenta el potencial de efectos que se consolidaran con la metáfora paterna.
En la historia del pequeño, mítica, los primeros objetos que vienen en el lugar de solucionar la necesidad corporal son ajustados por el deseo materno, lo que hace que estos objetos en tanto reales sean fijados como imagos por un agente simbólico que sería la madre en tanto dadora de alimento, cuidado, etc., serie de objetos que se introducen como sentido, significados impuestos por la madre, los cuales nunca resultan equivalentes a las necesidades orgánicas del niño, pero fundan una primera transacción bajo las condiciones del deseo del Otro y de su poder: dar el objeto en tanto que don de amor, pero a la vez restringirlo debido a las condiciones que la realidad imponen a su no-permanencia en el espectro del pequeño/a.
Con las primeras simbolizaciones ya ancladas se producen efectos estructurales de privación de objetos simbólicos. Porque se ha instituido el objeto como significante, como parte de la transacción susceptible de hacer con el Otro por vía del deseo y la demanda, se establecerá una privación real de un objeto simbólico. Real porque se trata de eso que dona el Otro, no está en el pequeño: en la ausencia del Otro se instituye parte de la realidad contundente, inmanejable por demás a menos que haga el esfuerzo de representar dicha falta. Se introduce un agente imaginario, a quien se le supone la calidad de ser el que es capaz de hacer desaparecer la presencia del objeto simbólico que el otro materno da. Este agente será objeto de rivalidad en la fantasía del infante en tanto que se le supone ser quien posee  las cualidades que producen el efecto de las idas y venidas de la madre. Estatuto del padre imaginario.
En la castración se trata de una operación simbólica, ejecutada por un agente real sobre un objeto imaginario[4]. El niño, en tanto falo imaginario de la madre, sale de su estatus para dar paso a la simbolización consolidada y así anclarse con mayor posibilidad en las experiencias de la “falta de objeto”, todo debido a la retroactividad de sus vivencias. Esta operación es en presencia del padre real, que da prueba de su derecho en el deseo materno, coartando tanto la satisfacción de la madre y la del niño.
Todo el proceso derivará en la constitución de la metáfora paterna como causa de la represión original en el niño/a, debido a que la fusión preedípica ha sido intervenida y retornar a esta se torna en insoportable estructuralmente, y dramática para el sujeto. Al estar expuesta la estructura al elemento de la falta del Otro materno y a la sustitución posible de éste con el significante del nombre del padre, se funda la división subjetiva que despliega el potencial simbólico para la existencia del hablante, del inconsciente y de las modalidades específicas de relacionarse con el objeto[5].

EL PADRE SIMBÓLICO
La función del padre simbólico logra hacer que la ley de circulación del falo se cumpla en calidad de significante que no se estanca en lugar alguno, que siempre está en juego entre los protagonistas del triángulo edípico.
Solo es posible que ésta función opere en la medida en que los protagonistas asuman un determinado lugar que se encuentra predefinido por el orden simbólico, en primera medida por cuenta de la diferencia de los sexos, cuestión que refiere a la existencia de seres con pene o sin éste, estatuto que lleva a la representación de seres poseedores de un órgano y de otros que no, de ésta representación se configura la cuestión de suponer el tener. Cuestión fundamental, junto a la situación de ser, para que se den los primeros ordenamientos simbólicos hasta lograr la estructuración de un sujeto.
La situación crucial es que los protagonistas poseen un lugar, asumiendo ser dentro del juego de relaciones familiares, lo que introduce la serie de situaciones para los juegos de poder que se darán en la estructura, poder relacionado con la plausibilidad de tener o ser un objeto privilegiado, según sea el momento de la estructuración. La madre asume un determinado lugar en la relación con su hijo, y éste, en la misma vía, un lugar que intenta corresponder al deseo materno. Ambos aportan a  la dialéctica de la transacción del objeto por cuanto el niño se constituye como objeto privilegiado, fálico, del deseo materno, y la madre aportará los objetos fundamentales para que lo imaginario consolide lo real y haga lo propio para favorecer la simbolización. Momento preedípico, al que se le adosará la existencia del padre en razón de la manera como éste tenga o no un lugar en el discurso materno para la regulación de la economía psíquica del niño. De allí que es necesario distinguir en calidad de qué adviene un padre en la realidad psíquica del niño y en el deseo materno, crisol en el que se consolida el edipo, dando paso al deseo-ley y a la existencia de un sujeto.
Lo crucial de este paso radica en que en el se definirá toda la incidencia para el niño frente a las opciones de ser o de tener, de acuerdo con lo que la estructura le ofrece para sus identificaciones más allá de la fusión primaria con su madre. De hecho, se comprueba en las situaciones de la clínica y de lo social cómo el sujeto habla de las identificaciones que, más cercanas a ser el falo de la madre, dejan al sujeto en un lugar de desmentida de la castración, asumiendo su papel para muchas de las situaciones vitales desde el desafío o la transgresión. Apuntemos que dicha castración no es otra que la de la madre, correlativa de la ley que imparte el padre en tanto metáfora: que hace corresponder la falta de la madre con el deseo por otra cosa diferente al niño. En la estructura perversa el sujeto se encierra, queda capturado, en la representación de una falta que no simboliza, que lo llevará a retractarse en lo sucesivo de la castración materna, construyendo además un andamio para impugnar incansablemente la ley que ha quedado interdicta en oportunidad del estancamiento de la cuestión fálica dentro de la estructura. Y no es que el padre aquí no opere, sucede que su operación no se constituye simbólica, y el sujeto queda pues atrapado entre el ser y el tener imaginarios de la relación con el deseo materno.
El autor apunta lo interesante de encontrar en la estructura perversa la “llamada seductora de la madre asociada a la complacencia silenciosa del padre”, fantasía que habla de los factores que, en circunstancias propicias, logran contundencia para que el sujeto opte, en relación con las posibilidades abiertas o cerradas por los significantes maternos y paternos, en relación con una dialéctica que cavila entre ser y tener, opciones que la identificación fálica primordial, de orden imaginario, le han mostrado. Identificación con un yo ideal que es susceptible de perpetuarse.
En la estructura del obsesivo el estatuto del padre ha intervenido marcando el índice de su deseo, el del padre, para cerrar el paso a la identificación fálica del niño, pero no del todo, pues queda abierto un paso regresivo para que el sujeto juegue entre idas y venidas sostenidas por una insatisfacción existente en el discurso de la madre, justo referida a su relación con el padre, lo que se interpone a que logre su operación simbólica. El niño entonces tiene elementos suficientes para simbolizar la falta, pero a pesar de que existe un reconocimiento de que el objeto ha sido perdido, no deja de insistir con la idea de que puede retornar a la ubicación de éste en el deseo materno, justo porque dicha insatisfacción materna convoca al niño en el lugar de identificarse con el falo, lo que conlleva a que viva la “nostalgia” de ser lo que completa a la madre, con la aspiración a lograrlo a sabiendas de que sus vivencias reportan lo imposible de ello. El mecanismo para el obsesivo será el de reprimir lo que él era para el deseo materno, y los significantes que connotan lo mortífero de esa relación así planteada por la madre. En esa nostalgia se escucha cómo el obsesivo aspira  a lograr ese lugar, y cómo el padre (o aquellos que representan su imago) se interpone en el camino para su logro, asumiendo el sujeto un goce pasivo de ser el objeto de la satisfacción del Otro materno a la vez que vive una rivalidad permanente con todo aquel que represente las investiduras paternas, elementos correlativos en tanto que las aspiraciones del obsesivo siempre están en el próxima realización, suponiendo que es capaz de reencontrar la satisfacción, la cual considera interdicta por el padre, esperando su declinación para poder acceder a aquello que le es vedado.
Veamos que la distancia del perverso y del obsesivo es estructural en tanto que los modos de enfrentar la cuestión de ser y tener en el primero quedan restringidos a formas ruinosas o marginales de encontrar la transacción posible ante la castración insoportable en la madre (y en las mujeres), echando mano del fetiche para poder solucionar el impasse, o proponiéndose él mismo como objeto de goce de la madre, pero con el fin prácticos de denegar lo insoportable de la falta del Otro ante sus propios ojos, se desliza entonces mediante objetos postizos e imaginarios al enfrentamiento vital con la falta. El obsesivo sacrifica en parte el tener por el ser aquello que colma al Otro, lo que lo lleva a permanecer cautivo con la imagen propia en la perspectiva futura de lograr satisfacer al Otro materno, generando una pasividad recalcitrante para su propio deseo y una rivalidad con aquellos que se interpongan en algún proyecto de satisfacción, aún si esta no es buscada activamente. Para el perverso la madre se constituye en una figura ambivalente: santa/obscena. Santa en tanto que ella no dirige su deseo hacia el padre, debido a que su discurso deniega lo que el padre le puede ofrecer, desde la perspectiva del perverso es una santa-asexuada, virgen devota de su hijo que es omnipotente; obscena en tanto que, si muestra que su deseo pasa por las redes del padre, es merecedora de los vejámenes que el perverso impone, una doble transacción en la que siempre resulta él dentro de un contrato en el que juega a ser el falo o a tenerlo, a producir en el otro la seducción ante lo abyecto y lo primario de goces parcializados imaginariamente. El obsesivo se divide entre actuar y esperar atento la oportunidad, que no llega nunca planteada en su esplendor, de colmar el deseo de la madre. Se las ingenia para permanecer a resguardo de enfrentar la responsabilidad de la demanda, haciendo que el otro se proponga adivinar lo que él mismo no concreta: cara pasiva en la que hace esfuerzos indecibles por encontrarse con eso que lo colmaría a él colmando al Otro. Por otro lado, se asegura siempre de controlar y dominarlo todo, con la idea de que así nada queda librado al azar, y pueda protegerse de un porvenir incierto, porvenir que le revelaría su calidad de deseante. Su principal actividad consistirá en sustituir él mismo al padre para llegar a ese lugar junto a la madre.
Por otro lado encontramos la histeria, en la impugnación fálica que se abre paso por las vías de interrogar a los protagonistas de la escena en relación con la pertenencia del falo. La cuestión se trata para la histeria de la reivindicación de tener el falo, tener eso que causa el deseo del Otro, haciendo lo posible por revalidar aquí o invalidar allí aquello que un semejante pueda tener para ofrecer. Justamente, elige el lugar de tener el falo para identificarse, partiendo de que el sujeto se cree privado del objeto a partir de la vivencia de insatisfacción, al haber salido de la lógica de ser el falo en la relación con la madre, su perspectiva se convierte en la de tener el falo que responde por el deseo del Otro. Se deriva entonces la posibilidad, desde la fantasía de la histeria, de que la madre era poseedora del falo y que éste es un atributo que le corresponde en posesión a un protagonista, es decir, que alguien lo tiene y que solo se trata de una privación sufrida al declinar su posesión. Se abre entonces la sintomatología de la histeria en el horizonte de identificarse con quien posee el falo, asumiendo roles de desposesión-posesión con sus semejantes, en lo cual se evidencia la posición sintomática asumida ante la función paterna. La postura infantil, podríamos decir, que se demuestra en la histeria se encuentra en proporción con quedar alienada con el deseo del Otro en un espacio imaginario en el que la confusión de la identificación y las aperturas a lo simbólico han sido estorbadas por vivencias o fantasías del sujeto, en las que se aprovecha la oportunidad de signar significantes en tanto traumáticos, como causales de la privación que se aspira superar en términos de posible completitud.

Bibliografía y referencias:
  • Jacques Lacan, El Seminario Libro 1, Los Escritos Técnicos de Freud, Paidós Editores, Barcelona, 1983.

  • Jacques Lacan, El Seminario libro 4, La relación de objeto. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2004.

·         Jacques Lacan, El Seminario libro 5, Las formaciones del inconsciente. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2007.

·         Jean-Baptiste Fages, Para comprender a Lacan, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2001.

·         Joel Dor, El padre y su función en psicoanálisis, capítulos 1, 4 y 5, Nueva Visión, Buenos Aires, 1984.

·         Sigmund Freud, Obra Completa, Tomo 10, Análisis de la fobia de un niño de cinco años. Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 2005.

·         Sigmund Freud, Obra Completa, Tomo 14, Introducción del narcisismo. Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 2006.



[1] Se puede revisar el asunto en varios lugares de la obra freudiana, pero en especial en el caso del pequeño Hans. Sigmund Freud, Obra Completa, Tomo 10, Análisis de la fobia de un niño de cinco años. Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 2005.
[2] La claridad al respecto es que cada vez que emerge un padre se reedita lo que en la secuencia de generaciones humanas se ha logrado en acuerdo, que la fundación de la instancia paterna es también mítica.
[3] Más adelante se tratará sobre los registros en los que emerge el padre en calidad de simbólico, real e imaginario en relación con las operaciones que realiza en la realidad del humano.
[4] Jacques Lacan, El Seminario libro 4, La relación de objeto. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2004; y Jacques Lacan, El Seminario libro 5, Las formaciones del inconsciente. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2007.
[5] Recomiendo como apoyo la lectura de Jean-Baptiste Fages, Para comprender a Lacan, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2001, especialmente las dos primeras partes del primer capítulo, en donde expone la transacción significante-significado, siendo la que soporta, en tanto efecto estructural del lenguaje, la posibilidad de que el deseo materno sea transado con la metáfora paterna.