viernes, 5 de diciembre de 2014

Reseña sobre el artículo: “EL DELIRIO HISTÉRICO NO ES UN DELIRIO DISOCIADO” .

Evaristo Peña Pinzón
Psicólogo
Magister en psicoanálisis, subjetividad y cultura
Universidad Nacional de Colombia
Docente investigador, Universidad Antonio Nariño.

Este trabajo es una reseña sobre el texto de Jean Claude Maleval. “Locuras histéricas y psicosis disociativas, Buenos Aires: Paidós, 2004.

Diagnosticar siempre será un reto para quienes nos dedicamos a la escucha clínica. Existen movimientos y teorías psicológicas que no están de acuerdo con este procedimiento. Sien embargo el psicoanálisis se propone seguir haciéndolo porque, con una acertada proposición diagnóstica, podremos dirigir la cura, o comenzar los tratamientos posibles, frente a una determinada estructuración subjetiva. Esta apuesta del psicoanálisis tiene vigencia por el éxito que logra frente al malestar subjetivo, que siempre plantea un cuestionamiento que está más allá de cualquier impresión que tenga el especialista.

Así, la pregunta por un diagnóstico diferencial de las estructuras definidas por el psicoanálisis, es el motivo de esta reseña, que sigue siendo actual por el contenido y fenomenología que plantea cada caso, que en nuestros días será atendido generalmente desde parámetros que definen al sujeto perteneciendo a una categoría que a su vez denota una serie de trastornos que, de entrada, erran su objetivo.

En el trabajo de Jean Claude Maleval se lee la cuestión de la necesaria diferenciación estructural en relación con un diagnóstico que suele producir confusiones categóricas que no permiten un adecuado tratamiento, ni del paciente ni de la comprensión de lo que daremos en llamar ‘fenómenos inconscientes’, partiendo de la dificultad que plantea la clásica diferenciación basada en la prognosis a partir de la presentación de síntomas, y mucho más cuando de lo que se trata es de fenómenos psicológicos que han sido históricamente declarados como ‘anormales’: el delirio y la alucinación. La cuestión, entonces planteada en el texto, es ir más allá de la consideración del síntoma como rector del diagnóstico, para plantear la pregunta por la estructura a la que pertenece las determinadas formas en que se expresa la sintomatología, y así lograr un diagnóstico diferencial que promueva la eficacia de la dirección de la cura, que resulta radicalmente distinta, necesariamente, en el caso de la neurosis y de la psicosis.

Para empezar, tomemos el título. ‘El delirio histérico no es un delirio disociado’; esto nos lleva a considerar desde el inicio que el delirio es un fenómeno que existe tanto en la histeria como en la psicosis, pero en cada estructura tiene maneras particulares de expresarse, basadas en los elementos constitutivos de la subjetividad, que serán los que darán forma, consistencia particular, al síntoma.

Entonces, la dimensión sintomática del delirio en la histeria es distinta a la del delirio psicótico. ¿Por qué? Porque es distinto lo que estructuralmente plantea cada síntoma: mientras en la histeria existe una pregunta que rige toda la tragedia del sujeto, con bastante frecuencia frente a ‘qué es ser mujer’ y sus vicisitudes, realizando, por continuidad con el síntoma, una dificultad de ‘ser’ femenina y asumirse ‘fálica’; en la psicosis el sujeto se enfrenta permanentemente a una ‘dificultad radical de existir’, ya no con una pregunta sino con una necesidad de hacer una cicatriz de aquello que no funciona en lo simbólico, lo que genera la habitual certeza psicótica, que intenta responder a la imposibilidad para el sujeto aquejado de permanecer en la vida humana. Lo último nos obliga a admitir que en la psicosis existe una lógica diferente a la neurosis. Para el psicótico el Otro no existe en tanto tal, no existe como ocurre en la neurosis, y esto tiene consecuencias no sólo en el psiquismo, también en y para el cuerpo, y en las relaciones libidinales, de maneras muy diferentes que en la histeria.

En el planteamiento de Maleval, a partir de un caso (María), es exponer cómo el delirio es diferente dependiendo de la estructura subjetiva. En el caso expuesto, el malestar, el dolor subjetivo, radica en buena parte en que la paciente se encuentra “(…) pasando el tiempo sobreviviendo (…) subsistiendo cada día”[1]. Este dato no es suficiente para definir la diferencia radical a la que nos vemos enfrentados con las estructuras de manera diferencial, puesto que en la melancolía encontraremos esa queja permanentemente, insistentemente, respecto al ‘ser’. Por otro lado, sí podemos proponer una pregunta lógica consecuente: El mensaje que María ‘suelta’ ¿es para poner al Otro en la situación de que la paciente sea tomada como objeto de amor, de cuidados, de ‘ser’ importante?. Las dos dimensiones diferentes son frente a una cosa que nos lleva a la confusión: el ser. Para la histeria se tratará siempre de un funcionamiento que está bajo las condiciones del falo y del edipo, mientras que para la psicosis no, y por ende encontraremos en la queja la oportunidad de cuestionar lo que sucede en la estructura de cara a la constitución y existencia del Otro para el sujeto.

Otra faceta: el sufrimiento de la paciente que presenta Maleval es en ocasiones conversivo, es decir, con la posibilidad de que el dolor pase en circuito de lo psíquico a lo corporal, y en retroceso. Es ya clásico en la literatura freudiana el síntoma histérico en tanto conversivo, pero si hoy hacemos más énfasis es porque el dolor de la histeria sigue siendo sin respuesta de la medicina alopática. En el caso de esta paciente es claro que el síntoma, en ocasiones conversivo, es una reivindicación frente al Otro, ahora en su discurso, ahora en su cuerpo.

Hablemos un poco de ‘éste cuerpo’, el cuerpo histérico estructurado en las redes del lenguaje y que habla, que le dice a los médicos su permanente insatisfacción ante tratamientos que no responden eficazmente. No son eficaces porque el asunto está más allá del soma, más allá de lo orgánico: está entre lo somático y el lenguaje, en lo pulsional que es bordeado por las palabras. Esto es lo que lleva a que en el cuerpo de la histérica, que no es equivalente al organismo, su discurso sea una queja, al tiempo que hace una aproximación al deseo supuesto al Otro, ubicándose en el lugar de ‘ser eso’ que molesta al médico, al terapeuta, a quien se ubique como sujeto del saber. Esto justamente generará que ante el comercio sexual inminenete con sus parejas, o en las ocasiones en las que es convocado el amor, se encuentre en entredicho su cuerpo, sin posibilidad de asumir pacíficamente la feminidad. Por eso sucesivamente se identificará con mujeres y con hombres, sin encontrar un asidero que detenga la multiplicación identificatoria imaginaria.

¿Qué quiere decir su mensaje? La histérica le propone sucesivamente al otro[2] hacerse cargo de su dolor, para destituirlo de su saber al menor movimiento que ofrezca, dadas las condiciones de que, en realidad, el otro no sabe nada de ella, ni de su goce, ni de su placer, ni de su sufrimiento. Es una cuestión de estructura: el Otro ex-siste, el Otro es castrado, y en ese sentido su verdadero lugar es la destitución. Pero para que eso ocurra debe estructurarse, y lo hace gracias al lenguaje. Si seguimos el texto encontraremos que en la adolescencia se constituiría una reiterada visita al sacerdote para ‘confesarse’, acto en el que el límite sagrado impuesto por medio de las palabras no es logrado. Las condiciones estructurales de la familia, de la cultura y las asumidas por ella misma, impiden que sea eficaz la sanción y la renovación sacramentada en una comunión, ‘lugar común’, en el que no se encuentra ella a sí misma, ni a un síntoma que le permita delimitar su goce. Su origen, que lleva marcado en el color de su piel, le reitera ese impedimento, so pena de tener que asumir la castración, que por represión ha evitado integrar en su vida.

Adicionalmente es enfrentada con un des-encuentro, ya que se propicia una escena sexual con el sacerdote, lo que impedirá más la posibilidad de corregir algo de la falta de falta del Otro. Así, la falta de falta, porque lo que se propone aquí el sacerdote es sobrepasar una ley, que termina indicándole, no sin angustia, cuál es el deseo del Otro a la paciente: algo que tiene que ver con el uso de su cuerpo, para el goce sexual, y por lo tanto en el fondo siempre se tratará de un deseo sexual. María recurrirá al ‘acting’ para proponer el mensaje invertido de su demanda que, según su fantasma, podría lograr algo de contención, limitar el asunto del goce si el Otro denota su falla: la seducción que ella ejerce habla de una necesidad de sanción externa, para constituir así un goce más cercano al deseo pacificante, y no a la corrección imaginaria de la falta, que resulta evidente en ese sacerdote-terapeuta-amante, con el que comprueba que es posible romper la interdicción. Es clara la contradicción: el Otro en tanto en falta se muestra deseante, pero al mismo tiempo ubica en el lugar de objeto para gozar a María, lo que no favorece su propio fantasma de querer encontrar el goce supremo, que ella sueña, en la vía de actuar una escena en la que la prohibición es clara, ese es el motivo de su seducción, adicional a que espera que el Otro no funcione, para poder al fin destituirlo, y asumirse en su deseo.

La organización del discurso de María está en las redes propias del lenguaje estructurado metafóricamente, lo que le permite hablar como ser deseante en referencia a elementos fálicos y edípicos, y no en un absoluto de ‘ser gozada’ por el Otro. La claridad con que se propone en el discurso ésta correlación estructural, nos lo propone Maleval, está dada por el discernimiento, la no confusión, de los ‘lugares o instancias ideales’ de María. Por ejemplo, en relación con un ‘yo ideal’ (sus fantasías de ser un OVNI o de ofrecer escenas sexuales al terapeuta), y con un ‘ideal del yo’ que la lleva a declarar su deseo de ser analista o de llegar a ser educadora especializada. Y una parte de la cuestión con María debe pasar por ese cuestionamiento en su análisis, pues es entre estos ideales que la pugna genera relaciones de compromiso, que la hacen sufrir una determinada sintomatología.

Maleval nos dice que ésta diferenciación de ‘ideales’ está fundada en la existencia del rasgo unario, la referencia a una identificación primordial que implica una pérdida de goce que funda la posibilidad de ser deseante, ‘spaltung’ subjetiva, tramitada en ocasiones del lado imaginario de la completitud, otras del lado simbólico de la oferta de algo en tanto transacción con otros de manera pacificante. Estos dos lados del ideal también se presentan en el psicótico, pero de manera caótica y obliterante de la identificación fálica. En la psicosis los ideales emergen de manera confusa o ‘como ausentes’, como una maraña indiscernible, que no le aportan un saber subjetivo al psicótico sino una perplejidad y la certeza ante la ausencia del elemento organizador[3]. Por el contrario, en María se presenta el andamio estructurado de una manera histérica, debido a que el elemento organizador en la estructura permite que los ideales operen con independencia reciproca[4].

Los fenómenos elementales de la psicosis se presentan solo para una manera específica de estructuración, en la que prevalece la forclusión del nombre del padre en tanto metáfora del deseo de la madre, lo que genera la total confusión simbólica para el sujeto en tanto objeto de goce del Otro, en ausencia de un significante que organice el mundo del deseo. Esto generará en algunos casos la necesidad de rectificar, mediante el delirio, lo que no funciona. La forclusión es el mecanismo que suprime la metáfora paterna antes del tiempo lógico de su eficacia, y su presencia no la hará eficaz tardíamente, sencillamente será ausencia total de la referencia a un significante que organice de manera neurótica (normalizante, normativizante). La solución de la psicosis será la de hallar un anclaje del sujeto al narcisismo, y por ello, como decía Freud, el psicótico amará su delirio más que a cualquier otra cosa[5]. Esta es la razón por la cual la solución delirante de la psicosis tiende a romper los lazos con los semejantes, quienes, en general, no representan algún interés en el psiquismo del psicótico, a menos que funcionen dentro del delirio: véase la formalización de la sintomatología delirante en la paranoia y la erotomanía. Por su parte la histeria, la estructura histérica, tiene el recurso a la represión como mecanismo, pero, como aduce el autor, con recurso también a otras modalidades de defesa frente a la castración, que tampoco resultan eficaces, como en el caso de la proyección cuándo del delirio se trata.

De base encontramos la represión para la estructura histérica, en tanto que determinada por el paso sucesivo del narcisismo a la interdicción edípica, momentos lógicos que interpelan al sujeto a abandonar las investiduras libidinales de la imagen del ‘yo ideal’ y de la ubicación como falo para la madre, lo que abre la posibilidad a encontrar los objetos parciales de satisfacción, es decir, poniendo tope a completar a la madre como Otro carente que se colma con la presencia del falo-imaginario-niño. Pero justo en el punto en que la castración debería ser eficaz, en el caso de la histeria, se impone la recurrencia a una idealización de la carencia taponándola. El movimiento entero es que, destituyendo la carencia del Otro materno se establece una relación con un padre idealizado como carente, impotente o violador, castrado pero funcional en su goce. De cualquier forma tiene ‘recurso a ese nombre del padre’, que permite a la histeria establecer al amo en un determinado lugar, en su discurso, como motivo de su ‘reivindicación’.

De allí que los temas recurrentes de los síntomas histéricos, dependientes totalmente de una fantasía primordial subjetiva, se refieran en últimas a temas “(…) edípicos, de castración, de culpabilidad y satisfacción narcisista (…)”[6], pero también relacionados con “(…) significaciones esenciales de la historia del sujeto (…)”[7]. Es así como en el recorrido realizado en análisis, María expresa esas referencias que la sostienen como sujeto deseante, que le permiten un síntoma para poder encontrar una satisfacción con su cuerpo, y la posibilidad de admitir la presencia de ideales que le proveen de las imágenes prototípicas en las que construirá su propia imagen ideal. Aún si ésta última resulta ser fracturada, porque así es el Otro, encuentra[8] asidero para su ser. Como en los momentos en que la identificación con la madre se hace por la vía de enfermar, de ser recluida en un hospital en consonancia con tener algo contagioso[9], que evidentemente está anudado a la idea de querer ‘blanquearse’, significante que dijimos está asociado a las condiciones de su color de piel, a su origen. Entonces, las enfermedades de la madre y la continuidad malograda de la identificación, todo con un fondo de operación del nombre del padre con la represión de este significante ordenador del goce y las generaciones, son las condiciones para que el delirio se constituya: la lepra de la madre lleva a María a construir un delirio asociado al taponamiento imaginario de la falta. Acaso se puede leer en esto un fantasma generado en la familia, pero en todo caso siempre asumido trágicamente por el sujeto, en la medida en que María, de raza más negra que sus hermanas, era la menos querida: raza-color transmitida por el padre, María en el lugar del desamor familiar, la hija que representa el desamor hacia el padre, la evidencia de la caída del mismo. Dificultad entonces en María para separar las identificaciones sucesivas con su madre y su padre, ambos carentes el uno frente al otro, pero sobre todo carentes a los ojos de María, quien se proponía, con el mensaje de amor que ella portaría como OVNI, reconciliar a esa pareja, acaso para que ya no tuviera la tentación de ubicarse en el lugar de quien completa, para alguno de los padres, el lugar de carencia subjetiva. Se revela así el motivo de la bisexualidad momentánea de María, quien no tenía dificultad en alguna ocasión de encontrarse con uno u otro sexo. Es evidente, la problemática está en la vía de ser el falo del Otro, y en esta lógica la trama edípica es la que gobierna la lógica de la cuestión de la neurosis.

María intenta con la repetición de una relación sentimental-sexual, en la que existe la dimensión sintomática vía la reiteración padre-sacerdote psicoterapeuta-Alcide, encontrar respuestas a la interdicción, pero esto la confronta ante la culpa de desear incestuosamente, con un vínculo a esa frase de su entorno familiar que opera como imperativo categórico: “purificar la raza”. Así, permanecerá confrontada con la verdad de ser semejante y a la vez diferente, en espacios simbólicos en los que alcanzaba a estabilizar algunas de sus dificultades, pero siempre ante el encuentro con esa mismidad imaginaria en la que la castración no ha sido eficaz.

Concluye el autor, y le seguimos, que en María se trata de la división subjetiva, de una estructura histérica que lanza al sujeto deseante a sufrir si admite comprometerse con subsanar la incompletitud del Otro, lo cual queda demostrado en la estructura del síntoma referido a las fantasías primordiales mimetizadas, simbólicas, que revelan el lugar de la represión y de la instalación de lo inconsciente. Por eso en este caso, a pesar del delirio, no sea trata de una estructura psicótica que, vía la disociación, no lograría ‘integrar’ la relación fundamental entre el yo y el Otro[10].

De otra manera, la división subjetiva no es equivalente al fenómeno de la disociación delirante. La primera remite al sentido otorgado al sujeto durante su estructuración con el Otro materno, que da unicidad al yo, al tiempo que invita a un más allá del narcisismo primario, renunciar al ‘yo ideal’ para ingresar al Edipo. Se debe tener presente que en el caso de la niña esta invitación es promovida por el complejo de castración, tiempo lógico en el que la histeria no renuncia del todo a encontrar la satisfacción de identificarse con el falo. En ese tiempo lógico se afirma la dificultad estructural para la estructura. Mientras la disociación, mecanismo decididamente diferente, estaría en el fundamento que da cuenta de la forma como, irreductiblemente, el sentido no es accesible en la conciencia del sujeto, lo que le deja en un panorama desértico, mortífero, de ser objeto de goce, en una reducción de lo simbólico a lo real, en que bien pueden estar los tres registros de la realidad humana pero sin anudación consistente. El delirio histérico demuestra que su ideación ‘tiene consistencia en relación con el significante fálico y con el significante nombre del padre’, tiene un sentido posible en los amarres de significación accesibles a la conciencia del sujeto, tiene consistencia y tratamiento en tanto que metafórico, es simbólico, mientras en la psicosis no existe tal recurso, debido a que el elemento organizador nunca llegó a cumplir la cita que la organización edípica, posterior, requiere para su despliegue. Así, se concluye sobre la distancia rotunda, por ser estructural, entre histeria y psicosis.

Bibliografía:

*Freud, Sigmund. “Manuscrito H, Paranoia” (1895). En Obras Completas, vol. I, Buenos Aires: Amorrortu, 2004.

*Freud, Sigmund. “Puntualizaciones Psicoanalíticas Sobre un Caso de Paranoia Descrito Autobiográficamente” (1911 [1910]). En Obras Completas, vol. XII, Buenos Aires: Amorrortu, 2005.

*Lacan, Jacques. “El Seminario”. Libro 3. Las Psicosis. Buenos Aires: Paidós, 1985.

*Lacan, Jacques. “El Seminario”. Libro 4. La Relación de Objeto. Buenos Aires: Paidós, 2004.

*Maleval, Jean Claude. “Locuras histéricas y psicosis disociativas, Buenos Aires: Paidós, 2004.






[1] Idem, pag 19
[2] Al semejante, pues en realidad se trata de eso, en tanto que es con él con quien tendrá el lio imaginario propicio para identificarse o para proponer una rivalidad fundamental, para confundirse con él, y al mismo tiempo para romper el lazo y volver a construirlo.
[3] El autor introduce aquí la discusión sobre el falo y su relación con el significante nombre-del-padre, asumiendo que lo que quiere decir es que sin la operancia del nombre del padre como significante metafórico del deseo materno es imposible la significación fálica. Idem, pág 35.
[4] Idem, pág 20.
[5] Freud, Sigmund. “Manuscrito H, Paranoia” (1895). En Obras Completas, vol. I, Buenos Aires: Amorrortu, 2004.
[6] Maleval, Op. Cit., pág 30.
[7] Idem
[8] Este sería un elemento diagnóstico de algunas psicosis, la incapacidad para encontrar un asidero estable en el Otro, pues si este no opera, lo que queda es reinventar todo lazo con la vida. Es evidente al leer el caso del presidente Schreber, para quien su delirio es el intento de formalizar esa nueva relación con la realidad circundante, esa extimidad que lo persigue, y de la que goza ubicado en el lugar de la mujer de Dios. Freud, Sigmund. “Puntualizaciones Psicoanalíticas Sobre un Caso de Paranoia Descrito Autobiográficamente” (1911 [1910]). En Obras Completas, vol. XII, Buenos Aires: Amorrortu, 2005.
[9] En el orden del sentido existen varias referencias metafóricas de esto, la cadena significante que María arma entre lepra-polución-blanquearse-agua oxigenada-purificar la raza-reconciliar la pareja parental. Maleval, Op. Cit., pág 31.
[10] Idem, pág 35. En el píe de página el autor hace énfasis en esta distinción. Se puede revisar la insistencia que hace Lacan en sus seminarios sobre la psicosis y la relación de objeto, en los cuales presenta el esquema en ‘L’, en el que explica justamente las dimensiones que adquiere lo simbólico y lo imaginario según sea el caso estructuralmente hablando. Lacan, Jacques. El Seminario. Libro 3. Las Psicosis. Buenos Aires: Paidós, 1985. Lacan, Jacques. El Seminario. Libro 4. La Relación de Objeto. Buenos Aires: Paidós, 2004.

martes, 3 de diciembre de 2013

A propósito de la pulsión de muerte y su aspecto progresista para el sujeto.

Evaristo Peña Pinzón[1]
Psicólogo egresado de la Universidad Nacional de Colombia, Magister en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura de la Universidad Nacional de Colombia. Docente de la Universidad Antonio Nariño

“…La noción de tendencia a la repetición (…) se opone, explícitamente,
a la idea de que en la vida haya cosa alguna que tienda al progreso.”
Jacques Lacan[2]


Llegados a 1920, Freud se empeña, una vez más, en dar cuenta sobre algunas ideas que han permanecido en su tintero[3], todas en relación con los avances que la escucha de pacientes le ofrece. Así, y por medio de ejemplos de su cotidianidad, ‘vuelve’ a preguntarse por la cuestión del sistema placer-displacer[4], intentando ubicar lo fundamental de este elemento nodal de la experiencia humana en su “Más allá del principio del placer”,[5] texto en el que desea despejar la formación del escenario pulsional emergente. Si bien el texto no es fácil, ni transparente en una primera lectura, gracias a la introducción de los conceptos lacanianos, lo imaginario y lo simbólico que impactan en lo real, se puede aclarar cómo el adelanto cualitativo que hace el humano es causado en la pulsión. Esto se puede entender en otras palabras: se trata del adelanto apresurado que el niño realiza gracias el lenguaje, con el juego y con su la instalación de la posterior repetición.

Iniciemos con que para Freud se trata de acotar un sistema (teórico) que viene desarrollando, en el que ya ha dado cuenta de lo tópico y lo dinámico, retomando ahora el factor económico[6], lo cual favorece a que consolide su metapsicología[7]. De aquí que la explicación primera, en éste artículo, se base en la suposición de energías y montos para dar cuenta de la situación que viviría un organismo confrontado con un estado de displacer, para explicar la búsqueda de un estado de placer. Freud escribe:

“Los hechos que nos movieron a creer que el principio de placer rige la vida anímica encuentran su expresión […] en la hipótesis de que el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación presente en él. Esto equivale a decir lo mismo, sólo que de otra manera, pues si el trabajo del aparato anímico se empeña en mantener baja la cantidad de excitación, todo cuanto sea apto para incrementarla se sentirá como disfuncional, vale decir, displacentero. El principio de placer se deriva del principio de constancia; en realidad, el principio de constancia se discernió a partir de los hechos que nos impusieron la hipótesis del principio de placer.”[8]

Esto es lo que desea aclarar Freud, pues el encuentro con sus pacientes lo ha llevado a comprobar que existe ‘otra cosa’, algo que se mantiene como ‘imperativo’ y que se demuestra en su tendencia a repetirse: nada menos que la vivencia de displacer como experiencia básica y repetida inconscientemente. Lo explica diciendo que en el sujeto existe una tendencia al placer importante, pero existen otras mociones que pueden ser más fuertes, de suerte que no siempre el resultado es el encuentro con el placer.

¿Cuáles son las circunstancias que impiden que el principio del placer prevalezca? Freud enumera tres:
  • El principio de realidad que opera como una ley que no resigna del todo la meta pero que sí permite el aplazamiento y un largo rodeo hacia el placer.
  • Conflictos y escisiones producidos en el aparato anímico mientras el ‘yo’ está en desarrollo, dirigiéndose hacia un nivel de organización de mayor complejidad, causados por el mecanismo de la represión, el cual emplea su esfuerzo para segregar pulsiones o ciertas partes de ellas.
  • Aquellas {circunstancias} que son ‘sentidas’ gracias al aparato perceptivo, las cuales no contradicen en extenso el imperio del principio del placer, pues éste, y el principio de realidad, pueden acogerlas y encausarlas hacia un camino para su despliegue, hacia la satisfacción. Mientras, las dos primeras situaciones, el aplazamiento y la represión, sí poseen todo el potencial para forjarse caminos sustitutivos y, por ende, ‘problemáticos’, sintomáticos, para el sujeto[9].

Y esto se debe a que lo aplazado y lo reprimido, lo que se ha intentado segregar, no es otra cosa que lo pulsional sexual, ‘materia’ que denota peligro para el ‘yo’ en relación con sus metas de equilibrio.

La cuestión es que, en la vía de alcanzar una organización más compleja, el ‘yo’ tiende a renunciar a la satisfacción pulsional, usando una doble vía: encontrando objetos sustitutivos y a la vez haciéndolos desaparecer. En esto radica el potencial que posee la palabra proferida que está acompañando, en un solo acto, el jugar del pequeño niño del que Freud habla. El carácter ‘juicioso’ de éste pequeño tiene su fundamento en la capacidad, por él desarrollada, de asumir la partida del objeto, la madre, y ‘jugar’ a que él mismo controla la situación con el carrete amarrado al cordel. Freud nos indica que rápidamente podríamos decir “[…] jugaba a la partida porque era la condición previa de la gozosa reaparición, la cual contendría el genuino propósito del juego”[10], pero aquí existe una dificultad: la repetición que hace el niño es para sí y, generalmente, no hace otra cosa que reproducir la partida, sin completar el circuito de partida-llegada, es decir, repitiendo aquello que causa malestar. Difícil zanjar la cuestión. Freud dice que ésta repetición de ‘eso’ que causa gran impacto se la encuentra conectada a una ganancia de placer que, aunque sea de otra índole, logra ser directa y por ello ‘buscada’[11].

Se pone de manifiesto la tendencia de mociones pulsionales ‘más allá del principio del placer’, que emergen y se establecen más allá de su alcance {del principio del placer} y de su modo de operación, logrando, con mucho espacio, independencia de éste al presentarse en la forma de la ‘compulsión a repetir’. En los términos que usa Freud, esta distancia también es lograda en relación con las pulsiones yoicas, que tienden a mantener un equilibrio del sistema anímico para el sujeto. La compulsión a repetir hace parte de lo reprimido, y en la situación de cura analítica se presenta como lo que pugna por emerger en las formaciones del inconsciente, incluida la transferencia, siendo la más evidente manifestación de dicha repetición, en la que está implicada el objeto repelido por el ‘yo’ en tanto que guardián obstinado del equilibrio y la resistencia ante lo pulsional[12]. Aquí Freud se da cuenta de que la transferencia tiende a estar al servicio de lo que el ‘yo’ pretende: acabar la cura cuanto antes, para evitar la emergencia del contenido significante que proviene del inconsciente.

El trabajo de análisis se encarga de restituir las mociones problemáticas, por reprimidas o desalojadas que se encuentren, evidenciando que ellas son las fundamentales del sujeto. Esto hace que podamos traducir que la cura tiene un modo ‘provechoso’ para la vida del sujeto en tanto deseante: la compulsión transferencial es lo que lo lleva progresivamente por el camino de la búsqueda de ‘eso’ que nunca tuvo, pero que míticamente ha decidido instalar, lo que lo impulsa, indicando la existencia de un objeto que hace las veces de coartada para que el sujeto, ante la presencia-ausencia del primero, viva con el potencial de desear.

Freud indica que lo interesante es que la explicación puede tomar este matiz:

“[…] el principio del placer es entonces una tendencia que está al servicio de una función: la de hacer que el aparato anímico quede exento de excitación, o la de mantener en él constante, o en el nivel mínimo posible, el monto de excitación […]”[13],

… bajo la misma lógica que gobierna los procesos ejecutados por el ‘yo’ en tanto instancia de regulación de las mociones que son ‘perjudiciales’ para el individuo[14]. Pero las consideraciones en relación con la forma como opera el psiquismo en su conjunto llevan a considerar que son…

“[…] los procesos primarios, [los que] provocan sensaciones más intensas […] Además, […] son los más tempranos en el tiempo; al comienzo de la vida anímica no hay otros”[15].

Esto fundamenta el recurso al que tiende el sujeto, la base que le ha dado la posibilidad de establecerse más allá de lo biológico, en una red de significaciones de la cual él hace parte, y la cual le brinda, en el mismo movimiento, opciones de inclusión y exclusión para sus ganancias en placer y displacer. La pulsión de muerte opera así de manera ‘encubierta y haciendo que el principio del placer esté a su servicio’, justo usando los elementos primarios, imaginarios y simbólicos que, para el sujeto, fueron los que lo introdujeron en la vida humana, encontrando en la repetición la posibilidad de enfrentarse con los límites y con las oportunidades que lo llevarían a sostenerse en la difícil tarea de sobrevivir[16].

Es por esta razón que la estructuración del sujeto siempre es ‘más allá de lo biológico’, lo cual genera que, en las redes del significante, se conciban vueltas, bucles, en relación con las mociones biológicas que han dejado de ser exclusivas para lo orgánico, convirtiéndolo en cuerpo infantil con un lugar determinado en el Otro que lo significa.

Esos bucles, significantes, son lo que le permiten al sujeto una fundación inicial de ‘búsqueda’, que se afirma como permanente de lo que era en el Otro, y de lo que él mismo puede llegar a ser o tener, lo cual trabaja (se esfuerza, pulsiona) a expensas del ‘yo’. En lo inconsciente el sujeto se permite la existencia de ‘esa otra cosa’ que, a pesar del dominio que impone la voluntad yoica, pugna por revivir siempre, lo reprimido, ‘materia’ que encontrará las maneras de adjudicarse un lugar. La pulsión de muerte, que impulsa hacia lo inorgánico, hace que el placer esté a su servicio, y es la que responsable en realidad de la movilidad lograda por lo simbólico, pues instala al objeto en su ausencia, echando mano de la ficción que fundamenta a lo humano: el lenguaje[17].

Referencias:

v  Jacques Lacan, Seminario 2, el yo en la teoría de Freud y en la técnica analítica, Paidós, Buenos Aires, 2001.
v  Sigmund Freud, “Más allá del principio del placer” (1920), En Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1989. Pág. 18
v  Sigmund Freud, “Proyecto de Psicología Para Neurólogos” (1950 [1895]). En Obras Completas, vol. I, Buenos Aires: Amorrortu, 2004.



[1] Psicólogo egresado de la Universidad Nacional de Colombia, Magister en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura de la Universidad Nacional de Colombia. Docente de la Universidad Antonio Nariño
[2] Jacques Lacan, Seminario 2, el yo en la teoría de Freud y en la técnica analítica, Paidós, Buenos Aires, 2001, página 43.
[3] Y que resultan ser diversas cómo él mismo adelanta. Sigmund Freud, “Más allá del principio del placer” (1920), En Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1989. Pág. 18
[4] La primera vez que se lo plantea es en: Sigmund Freud, “Proyecto de Psicología Para Neurólogos” (1950 [1895]). En Obras Completas, vol. I, Buenos Aires: Amorrortu, 2004.
[5] Sigmund Freud, Más allá del principio del placer, Op. Cit., pág. 7-62.
[6] Sigmund Freud, Proyecto de Psicología, Op. Cit.
[7] Sigmund Freud, Más allá del principio del placer, Op. Cit., pág. 7.
[8] Ídem, pág. 8-9.
[9] Ídem, pág. 10-11.
[10] Ídem, pág. 14-15.
[11] Ídem, pág. 16.
[12] Ídem, pág. 22.
[13] Ídem, pág. 60.
[14] Ésta es la principal pretensión del ‘yo’: ser individuo, en el sentido de indiviso, pero la pulsión, su ataque irrestricto, imprevisible, siempre demuestra lo contrario, la división subjetiva.
[15] Ídem, pág. 61. Todos los corchetes son incluidos por quien escribe esta reseña.
[16] Ídem.
[17] Es la manera que tengo para explicar que si bien no existe progreso alguno, en el sentido biológico que el punto de vista evolucionista pretende (que implica la adaptación o la armonía), sí existe un avance para cada sujeto cuando echa mano de lo simbólico para tomar distancia de lo imaginario y de lo real en tanto registros en los que prevalece la inconstancia, el desorden de los elementos, la tendencia a la alienación y, por ende, la muerte biológica o simbólica, como en el ejemplo en el que nombrando ‘un vaso’ él aparece, siendo así ‘la palabra la muerte de la cosa’, misma palabra que pone el límite que a la desaparición en la alienación con el Otro. El ejemplo del vaso en sí mismo crea un borde y un contenido vacio, susceptible de ser llenado, el cual también nos representamos. Se mantiene así, con el recurso a lo simbólico, que es repetición del significante, la pulsión de muerte que funda la posibilidad de ‘eterno retorno’ a las bases significantes que dan cuenta de la calidad de lo que el sujeto está hecho: el deseo del Otro.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Reseña de las clases 1,2 y 3 del seminario 2 de Jacques Lacan El Yo en la teoria de Freud y en la técnica psicoanalitica Jacques Lacan,

Este texto toma como referencia principal el Seminario, libro 2 El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 2001.


Evaristo Peña Pinzón


 Psicólogo egresado de la Universidad Nacional de Colombia, 
Magister en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura de la Universidad Nacional de Colombia. 
Docente de la Universidad Antonio Nariño

Este escrito es más una interpretación de frases proferidas por Lacan en su seminario  2 sobre “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, de las cuales se presentan algunos amarres con la idea de mantener la forma con que el autor presenta sus elaboraciones, y provocaciones, para realizar una lectura de la obra de Sigmund Freud.

Clase  1

El ‘yo’ tiene un lugar en la teoría y técnica psicoanalítica, así como lo tiene en otras disciplinas. Su conceptualización en psicoanálisis, hecha por Lacan, no es equivalente, ni el uso, frente a la psicología o a otras disciplinas, partiendo del fundamento que encontramos en la obra de Freud, la cual obedece a una elaboración progresiva en función de la clínica.

Para empezar, en francés existen dos vocablos que permiten diferenciar el ‘yo’[1]: el pronombre ‘je’ que cumple la función de sujeto en una oración, que se establece como simbólico propiamente dicho; y el ‘moi’, que hace las veces de complemento. En la versión del seminario usada, el traductor aclara que el ‘ich’ freudiano (‘yo’ en alemán) se asume como yo (moi), es decir, del lado del funcionamiento imaginario,  como complemento.

Existe una elaboración sobre el ‘moi’ en el campo de algunos filósofos, y también se la encuentra en el campo de la ‘conciencia común’. Lacan propone que esto es parte de la historia del concepto, y que es con Freud con quien se marca una división histórica, en la que el ‘moi’ puede ser asumido conceptualmente como ‘el antes’, en un tiempo preanalítico, a lo desarrollado por Freud. El concepto sufrirá una modificación, una conmoción particular, luego de la introducción de la teoría freudiana: se dará una revolución, en un sentido copernicano, en relación con la comprensión e intervención sobre el aparato psíquico.

La nueva perspectiva abierta por Freud se enfoca en abolir la concepción precedente, signada por la idea de la razón y el control voluntario de los impulsos anímicos como totalizantes del ser. Luego de la revolución generada por la teoría de Sigmund Freud aparecerá todo un movimiento alrededor del planteamiento de su hija, Anna Freud, y sus postulados, que hacen “reaparecer” una noción del ‘moi’ lejana a la propuesta del propio Freud, lejana a la coherencia de su conjunto teórico, postura que tiende a la reabsorción del saber analítico por la psicología general, que para el caso resulta ser equivalente a la psicología preanalítica. En otras palabras, mientras Freud postuló una organización estructuralista del aparato psíquico y un funcionamiento bajo las lógicas de las formaciones del inconsciente, los postfreudianos (con su hija a bordo) se encargaron de hacer lo posible por derribar dicha elaboración, ignorando los descubrimientos cruciales del fundador, lo que degeneró en una psicología analítica que no corresponde ni con el espíritu clínico de Freud, ni con la teoría que atraviesa los hallazgos, y mucho menos con las posibilidades de creación de nuevas formas de comprensión del aparato psíquico y de sus procesos.

Por ello Lacan insiste con que en el psicoanálisis no son separables la teoría y la práctica. De allí que el descubrimiento del inconsciente cambie el panorama del qué hacer médico para Freud, mostrando luces a una nueva praxis, que implica sensibles y progresivas modificaciones en muchos de sus postulados teóricos.

Por otra parte, los nacientes analistas de la época de Freud asumieron sus conceptos interpretándolos fuera de la perspectiva que él proponía[2], permitiendo la reabsorción de la que se habló, y llevando la práctica analítica por caminos poco recomendables para el paciente, pues al concebir el ‘moi’ como el eje central de la intervención analítica se obtienen unas consecuencias puntuales en la relación analista-paciente y en la dirección de la cura, tendientes a la identificación, y por ende fuera del propósito freudiano: la liberación del síntoma por vía del saber sobre la verdad.

¿Qué es lo que se pretende en análisis? Esta es una de las preguntas iniciales que debemos hacer, pues está aparejada con el lugar que se le da al ‘moi’ al interior de la práctica. El análisis cumple un papel desmitificador de las relaciones humanas, justamente para salir de la permanencia en la ilusión fundamental, la alucinación del hombre moderno, en relación con su integración como individuo, factor fundamental que revela el malestar generalizado en relación con las pulsiones indomeñables, lo cual está bien signado en las redes de un síntoma mediante la identificación. Así, nada más opuesto al espíritu freudiano que pretender una salida del malestar por la vía de la identificación.

Por esta razón es crucial entender el lugar justo del ‘moi’: el hombre moderno cultiva una cierta idea de sí mismo = ‘semi-ingenuo’ <> ‘semi-elaborado’. Su ilusión consiste en la creencia de estar elaborado de ‘tal o cual’ modo, haciendo participar en esto una serie de nociones difusas construidas por él y culturalmente admitidas desde imperativos categóricos como:

“[…] soy hombre, con sus justificaciones que pretenden ser homogéneas para un cierto grupo, hasta aquellas que denotan su tendencia, igualmente homogeneizante, al plantearse dentro de la civilización como individuo”[3].

Así puede creer el individuo, por ejemplo, que su creación proviene de una cuestión absolutamente ‘natural’, siendo esta concepción contradictoria con su realidad psíquica. Nada más actual que esa ilusión científica en la que, por ejemplo, la evolución explica todo del comportamiento humano, hasta que éste muestra como los límites de la explicación son los que realmente se revelan con el acto humano.

Freud trasciende esta ilusión, la cual ejerce una influencia decisiva en la subjetividad. De aquí el cuestionamiento de si quien se interese por el psicoanálisis abandona, o abandonará, lo que Freud vislumbró en la emergencia de lo inconsciente, o por el contrario, se permitirá evidenciar su relieve, para que ello, bien lejos de ser un concepto etéreo, obtenga nueva vida.

Lo inconsciente es lo que permite que la verdad y el saber le exijan al sujeto una postura singular en la relación interhumana, sin que dejen de aportar, estos dos campos, ‘el saber’ y ‘la verdad’, ambigüedad de sí mismos y entre ellos. Con el descubrimiento del inconsciente Freud ubica justamente, entre estos dos campos, al deseo, y a éste lo vincula fundamentalmente con lo reprimido.

El saber se enlaza a las exigencias de coherencia, lo cual precede al progreso de la ciencia en tanto experimental. Para articular esto con la historia, Lacan trae a escena los postulados de Sócrates, quien fundara una nueva forma de ‘ser-en-el-mundo’, una nueva subjetividad. Sócrates propone que la ‘areté’, el bien máximo al que un humano puede acceder, no se alcanza por la vía del saber-ciencia, lo que produce un descentramiento. El saber como virtud pretendida le abre todo un campo al ‘individuo’[4], pero eso no quiere decir que logre su ser, su transmisión o su formación en la vía de la ciencia. El individuo aquí encuentra un límite, justamente en el encuentro con la imposibilidad de unicidad. Posteriormente puede ubicarse el nacimiento de la noción del ‘yo’, solo con la imposibilidad podemos hacer una teoría de la unicidad. La dificultad para nosotros aquí tiene que ver con nuestra incapacidad para pensar el tiempo anterior, ahistórico, aquel que no existía, lo que nos lleva siempre a la idea de que ‘eso estuvo siempre ahí’. Sucede con el ‘yo’, y con el lenguaje: se originan o se fundan en un momento y con unas condiciones especiales, a partir de lo cual ya no es posible pensar en ‘lo anterior’ si no es con los símbolos de la actualidad, lo que genera una sensación de perpetuidad, por supuesto engañosa. Concluimos que con el pensamiento no se puede abolir un orden nuevo.

De esta manera es que no podemos dejar de pensar sin la noción del ‘yo’, adquirido en el transcurso de la historia de la humanidad y del sujeto, noción para la cual Lacan calcula que fue gracias a un proceso más bien reciente.

Para aquel que permanece muy seguro del orden del mundo a la manera cartesiana, ‘pienso, luego soy’, la cuestión de la realidad psíquica no le es tan fácil. Si la conciencia fuera transparente a sí misma (nunca lo es), el ‘je’ demuestra que no tiene por qué serlo. Lo que sucede, básicamente, es que el ‘je’ le es dado a la conciencia como un objeto: su aprehensión no implica al mismo tiempo que conozca sus propiedades. El ‘je’ es como un dato inmediato en el acto reflexivo, pero eso no implica que la totalidad de la realidad yoica quede agotada por esta vía.

En la historia de la ciencia, y en especial en la filosofía, se llega a una noción del ‘moi’ cada vez más formal, lo que implica una crítica a esa función. Por ejemplo, hubo un momento en que el progreso en relación con ésta función se desvió hacia la idea del ‘moi’ como sustancia que debía ser sometida a estricta crítica científica. El pensamiento se embarcó así en la apuesta de considerar al ‘moi’ como puro espejismo, y al no conservar un recelo ante el sustancialismo del ‘moi’ quedó implícito el interés en la noción religiosa de alma[5].

La revolución copernicana de Freud no sustancializa, y a la vez descentra la cuestión del ‘moi’, no lo fija en el centro de la cuestión analítica, pero sí le da un lugar y un modo de funcionamiento tal que permite un primer progreso de la teorización y la práctica respecto a esta función, a saber, a la manera como el poeta Rimbaud propuso: en realidad “…yo es otro”[6].

La propuesta de Freud, su descubrimiento, es que lo central es lo inconsciente, y esta formalización se escapa del círculo de certidumbres mediante las cuales el humano se reconoce como ‘je’. Solo fuera del campo de certidumbres es posible que algo pueda expresarse como ‘je’ en análisis, siendo esto justamente lo más desconocido para la función que cumple el ‘moi’.

En otras palabras, en el campo de las certidumbres se encuentra funcionando el ‘moi’, que cumple básicamente la tarea de mantener un apasionado desconocimiento frente a lo más íntimo subjetivo, su deseo inconsciente, lo que hace al sujeto deseante, ‘je’.

Por la época de Freud, él se ve obligado a admitir que lo que tiene que ver con el ‘moi’ está relacionado con la conciencia. Entonces, para Freud existía la equivalencia ‘moi’ = consciencia. Pero en su obra Freud, según la exposición de Lacan, no consigue situar la conciencia, y confiesa que ésta no es situable. Lacan propone que sí es posible situar la conciencia, pero partiendo de la correcta ubicación del ‘moi’ y el ‘je’.

Lo que Freud propone es un estudio de la subjetividad, mostrando el error que resulta cuando el sujeto del inconsciente se confunde con el individuo. El individuo ‘es’ en referencia a su especie, y por ello tenemos en cuenta propiedades suyas en tanto organismo que resultan, por definición, ser sus metas, ligadas a la perdurabilidad de la especie. Freud aporta que las elaboraciones alcanzadas por y sobre el sujeto no son situables en el eje donde se trata del individuo. Freud nos dice: el sujeto no es su inteligencia, ni las medidas que se logren de ella, él no se encuentra sobre el mismo eje de sus habilidades particulares, es excéntrico, el sujeto no se adapta, y mucho menos actúa en beneficio de lo que requiere la especie para supervivir, pues el humano subvierte el orden ‘natural’ mediante la cultura.

‘Yo es otro’: el sujeto está descentrado respecto al individuo.

Como ejemplo es evidente la cuestión del amor. Es manifiesto que el amor propio, el narcisismo, tiene como punto central el hedonismo propio del ego siendo esto lo que embauca, frustra a la vez, nuestro placer inmediato y las satisfacciones que podríamos extraer de nuestra ‘superioridad’ como especie respecto al placer. Por esta vía irrumpe la libido, la pulsión, el proceso primario, y no permite que el sujeto se satisfaga si no es mediante un telón de fondo de la insatisfacción, del deseo siempre insatisfecho.

Si no se comprende esto, la tentación de seguir por un camino diferente al planteado por Freud es amplia, al tiempo que se tiende a incomprender su texto en una suerte de delirio que interpreta la noción del ‘yo’, asumiéndola como ‘una cierta capacidad adaptativa’, heredando el error de los sucesores psicologicistas.

En ese tipo de elucubraciones, propias del grupo que psicologiza al análisis, el ‘moi’ es central. Parten de una psicología general que tiende, como en uno de sus casos, a proyectar sus postulados hacia una ‘autonomía del ego’, y ni qué decir sobre las ideas de adaptación, resocialización, etcétera, de egos sociópatas. En la misma vía está el sueño de la armonización pulsional, o de las emociones del sujeto, en fin, psicología que piensa el asunto del bien desde una moral que está perfectamente acomodada a la demanda social en la que el sujeto es embaucado con la identificación pretendida en una homogeneización obliterante.

Esta tendencia responde a la locura, más o menos generalizada, en el orden de las creencias, de las cuales una de ellas es: “nosotros somos nosotros”, idea de autonomía que pretende integrar conducta y voluntad a cuenta del ‘moi’. La evidencia de que la realidad no es así es captada por el sujeto cuando, justamente, duda de ello, duda de ser ‘si mismo’, y sin que necesariamente sufra fenómenos de despersonalización.

La idea de autonomía se cierra con las de ‘yo débil’ y ‘yo fuerte’, que inciden en toda una manera de pensar y hacer de una técnica, llamada analítica, algo que en realidad se aleja del espíritu elaborado por Freud.

Clase 2

El concepto ‘yo’[7] en la teoría freudiana no es equivalente al de la teoría clásica tradicional, aunque la prolongue[8]: en la teoría freudiana el ‘yo’ cobra un valor funcional.

El recorrido, entonces, viene desde Sócrates. En su época este tema era entendido diferente a la manera como se entiende el ‘yo’ en la actualidad. Enlazándolo con el máximo bien, con la perfección, ‘areté’, que da cuenta de la realización total del individuo, la concepción arcaica del ‘yo’ cayó bajo sospecha un tiempo después de lo propuesto por Sócrates, sospecha de inautenticidad. Esto causa, o bien un viraje concreto de la relación del hombre consigo mismo o una simple toma de conciencia. Al respecto, el psicoanálisis asume que se trata del viraje de la relación del hombre consigo mismo, hacia ‘otra cosa’. Fusión imposible del psicoanálisis con la psicología general debido al planteamiento unilineal evolutivo, preestablecido, que la última comporta.

De aquí que el vocabulario psicoanalítico sea el único con capacidad para designar, dentro de su propio campo, su objeto de estudio, y a la vez aquello que hace parte de la realidad cotidiana del análisis, de su práctica, sin dejar pasar  lo vital del asunto de diferenciar lo que en la clínica y en la investigación se descubre. Si el psicoanálisis no es los conceptos en los que se formula y se transmite, no es psicoanálisis, es otra cosa.

En este punto Lacan plantea una discusión sobre el dialogo platónico y el análisis, apuntando a que la cuestión de la ‘episteme’, el saber ligado por coherencia formal, no puede abarcar todo el campo de la experiencia humana. Justamente, no existe una ‘episteme’ de aquello que realizaría la perfección de la experiencia humana. Esta falta es lo que el individuo vive, lo que delimita la cuestión del sujeto ‘en falta’ de una episteme, con la que el individuo sueña deslumbrado con la idea de completitud.

Sumando más elementos, Lacan introduce la cuestión de la ortodoxia, la opinión verdadera, como la que permite una acción determinada, siendo a la vez revelador que lo que existe de verdadera en ella no es aprehensible por su saber ligado-científico.

La ‘episteme’ moderna ha realizado muchos progresos, tantos que hoy no es la misma que propone Sócrates. Pero la actual no deja de tener en su interior un fundamento de coherencia. Justamente, la ciencia experimental, la psicología, se mantiene en el campo de plantearse al individuo como centro, refiriéndolo a la adaptación dentro de un marco coherente ligado a su entorno, o a su aspiración, lo que es radicalmente diferente al planteamiento psicoanalítico, y todo básicamente por el estatuto que se le otorga al ‘moi’.

La disertación socrática sobre el amo y el esclavo equivale en parte a la cuestión que pone en juego el análisis, que con su marco epistemológico propone un paso hacia ‘otra dirección’: de lo imaginario a lo simbólico. El esclavo no puede dar el paso, queda aún en el campo de lo imaginario, es el amo-maestro que proporciona el paso. Es en el paso en el que se genera un clivaje, lo cual interesa porque muestra una detención elegida ante la homogeneización, y la introducción de una realidad forzada, que es sentida como impuesta. Este es el logro, junto a tantos otros, del surgimiento de la palabra, para la humanidad y para el sujeto.

La aparición del símbolo tiene la propiedad de historizar, de generar su propio pasado, lo cual sucede en todo campo del saber a partir de una base intuitiva, imaginaria, lo que genera siempre un error: considerar que ‘eso’ (lo que sea) ya estaba ahí. Freud es categórico al respecto: lo que diferencia en buena parte su teoría de las demás es considerare que el ‘yo’ es una instancia que no estaba, que se construye:

“Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya.”[9]

El ejemplo del bebé que grita, y que es acallado con el seno materno en un movimiento de ordenamiento-sanción, logra introducir un elemento imaginario que será matriz para simbolizar el objeto oral del sujeto en falta de éste, lo que genera una base intuitiva que lo llevará a perseguir y nunca reencontrar lo que, anhelado en un tiempo, de ningún modo tuvo antes. En ese movimiento, esa nueva acción psíquica, es el ‘yo’ el que cobra su lugar como función.

Continuando, lo que se descubre en análisis tiene que ver con la ‘orthodoxa’, opinión verdadera: todo en la acción analítica es anterior a la constitución de un saber[10], lo que no impide constituir algo de la misma naturaleza, del orden del saber, ‘a posteriori’.

Ahora, desde el lugar de quien escucha en la relación analítica, existe una paradoja: cuanto más se sabe, mayor es el riesgo. El psicoanalista debe formarse, moldearse, fuera del dominio de donde se sedimenta su saber.

Las palabras fundadoras son todo aquello que ha constituido al sujeto. Estas palabras están enmarcadas en unas leyes de nomenclatura que determinan, hasta cierto punto, la posibilidad de que los humanos copulen y forjen nuevos símbolos, pero también nuevos seres, con un nombre, que es y da cuenta de lo que cada uno tiene reservado.

Volviendo a la secuencia de trabajos de Freud, Lacan acota la importancia de seguir un orden en la lectura, pues no es gratuito que se hayan dado las cosas así en la obra de Freud, no ocurrieron así nada más. Recomienda así una serie de lecturas que dan cuenta del recorrido freudiano en relación con el ‘moi’[11].

Llegando a este punto, Lacan se permite dar paso a la comunicación de Lefèbvre-Pontalis sobre ‘Más allá del principio del placer’[12]. Se proponen tres elementos llamativos para la elaboración del trabajo del texto:

  1. El sueño en las neurosis traumáticas tiene el lugar de ser retorno de lo traumático, o sea que la idea de realización alucinatoria de deseo cae, se viene abajo.
  2. El juego del fort-da está en concordancia con el proceso de abandono efectuado por la madre, en el cual el niño intenta asumir el papel activo 8se debe pensar en términos de identificación).
  3. La situación transferencial conlleva una suerte de ‘repetición’, evidente en los sueños y en otras formaciones del inconsciente, en vez de la rememoración. Así, queda en evidencia que ‘la resistencia no procede de lo reprimido, procede del yo’.[13] Se modifica la concepción que Freud tenía de la transferencia, la cual ya no es solo producto de una disposición sino una compulsión a repetir.

Existe así la conclusión en Freud de la existencia de algo diferente al principio del placer en tanto tendencia irresistible a la repetición, que trasciende tanto al principio del placer como al principio de realidad que, aunque opuestos, Freud los organizó bajo la idea del ‘principio de constancia’. La compulsión aparece definida de manera contradictoria en tanto que se aborda según la lógica de su meta: controlar aquello que amenaza el equilibrio, produciéndolo. Esto introduce la dimensión mortífera de la repetición, la cual, como tendencia, modifica la armonía preestablecida entre principio de placer y principio de realidad, lo que conduce a integraciones cada vez más amplias y, por tanto, se convierte en el factor de progreso propiamente humano. La repetición, entonces, se ubica más allá del principio del placer. Pontalis propone dos dimensiones de la repetición: una como factor de progreso y otra como mecanismo.

Freud, en el texto citado, trata la cuestión del ‘moi’ como núcleo de las resistencias en la transferencia. El ‘moi’ tiende a la seguridad, al estancamiento, al placer. Es así como se puede definir que la problemática del ‘moi’ está enlazada a la función del narcisismo. De nuevo, se pone en tela de juicio la cuestión de la adaptación, del progreso, incluso se abre el cuestionamiento sobre la realidad. Lacan plantea, para cerrar esta case, la necesidad de desligar dos registros que tienden a ser confundidos: el de lo biológico y el de lo humano.

Clase 3

El edipo y su correlato, la prohibición del incesto, poseen una intensidad fantasmática que impacta sobre el plano imaginario del sujeto. Y se logró saber de esto solo a partir del estudio de los neuróticos, para luego pasar a una extensión mayor de sujetos. La prohibición, y los fenómenos que presenta la neurosis, son más bien recientes, terminales, en oposición a ‘originales’, es decir que son la piedra de toque, el acabado de un proceso.

En toda noción causal existe implicada una finalidad. Pero para el pensamiento causal no existe finalidad, por eso no es posible comprender algo de los fenómenos familiares o de parentesco si se intenta deducirlos de una dinámica natural. En otras palabras, el incesto en sí no suscita ningún sentimiento ‘natural’ de horror. Esto es lo que dice Levy Strauss: no existe ninguna razón biológica o genética que explique la exogamia.

Lo natural no abarca lo propiamente humano, es decir, lo natural no abarca a la función simbólica, la cual interviene en todos los momentos y grados de la existencia humana. Esto deriva en que, para el ser humano, todo está relacionado. La función simbólica, en tanto impacta lo imaginario y lo organiza, cobra una relevancia transversal en su experiencia, en la que el significante, la palabra, pone las bases de lo humano.

Levy Strauss apunta a la cuestión de las estructuras elementales, justamente las que dan cuenta de una red de prohibiciones, preferencias, indicaciones, mandamientos, facilitaciones. No habla de las estructuras complejas, las cuales son, tal vez, las que vivimos hoy, siendo las que poseen niveles estratificados más extensos, de más intrincada asociación.

El universo simbólico, luego de estar ya planteado, debe estar estructurado como algo acabado, dialéctico y completo. Hasta aquí entonces quedan imbricados tres elementos: ‘universo simbólico’, ‘estructuras de parentesco’ y ‘lo inconsciente’, tres elementos que denotan lo propio, lo obligatorio, para que exista sociedad humana.

Lacan introduce la cuestión del inconsciente colectivo, de la que dice que bien puede tomarse y elaborarse, pero no bajo la forma de ‘un gran animal’ que sería la colectividad humana, idea Jungiana, porque, siendo estrictos, lo colectivo y lo individual son lo mismo, lo inconsciente existe en la medida en que estamos dentro de la función simbólica, a tal punto que somos llevados a pensar la vida en términos mecánicos, por efecto de lo simbólico.

¿En que nos emparentamos con la máquina? Para empezar y aclararlo: el animal es una máquina bloqueada, porque el medio exterior lo determina y hace del individuo un tipo fijo. Bloqueada en el sentido de que está asegurada, de que no se saldrá del programa, su bloqueo le permite al animal la adaptación que nosotros hemos evidenciado en sus comportamientos. En cambio, el ser humano tiene infinidad de posibilidades, de elecciones, lo que nos deja en oposición al animal: somos máquinas, pero descompuestas, desbloqueadas.

La prohibición del incesto es universal y contingente, es decir que, por ser simbólica, pasa a un estatuto de universal para hacer lazo social como marco de las demás prohibiciones, partiendo a la vez de que esto no es necesario desde un punto de vista meramente biológico, puesto que es opcional, pero en tanto tal signada por lo simbólico y por ende obligatoriamente dentro de lo cultural. Este es el punto distintivo entre naturaleza y cultura.

Lo universal simbólico no tiene ninguna necesidad de difundirse sobre la faz de la tierra para ser universal. No existe nada que haga unidad universal, pero desde que el sistema simbólico funciona es de suyo ser universal.

El camino es lodoso. Por ejemplo, se comenten errores al intentar incluir lo dado, lo natural, bajo una significación, al intentar incorporar lo real aportado por la naturaleza siempre existe una limitación fundamental, porque lo dado, lo natural, ‘es’. Al hablar demasiado de ello estamos en el campo del delirio. Es un poco lo acontecido en la filosofía de la naturaleza y en otros intentos de dar cuenta de los orígenes, pretendiendo ir hasta la explicación última en bases biológicas o naturalistas. Y, justamente, Levy Strauss apunta a dar cuenta de los orígenes, y un instante después se encuentra estructurando su teoría mediante árboles simbólicos. Su pregunta, que pretende ir hasta lo inicial, hasta lo más arcaico, lo deja en el borde y ante el vértigo de encontrarse con la naturaleza, y se pregunta: ¿será en ella donde se tiene que buscar las raíces de su árbol simbólico?[14].

Levy Strauss retrocede ante la bipartición muy práctica, creada por él, de naturaleza y cultura. Su oscilación se debe a que no quiere que, con la autonomía del registro simbólico, aparezca Dios. “No quiere que el símbolo, hasta en la forma extraordinariamente depurada con la cual él mismo lo presenta, no sea más que Dios bajo una máscara”[15].

Lacan defiende su discurso, todo esto va a permitirle una exposición sobre la experiencia analítica, ya que los diversos aspectos de la transferencia solo se pueden ordenar correctamente dando lugar a lo simbólico y a la emergencia de la palabra plena en tanto fundadora y creadora para el sujeto. Si no se toma como se debe el valor funcional del ‘moi’, y la condición fundacional de lo simbólico y de la palabra plena, no se puede hablar de transferencia: esta quedaría haciendo cola en la serie de ‘fenómenos intersubjetivos’, ligados por un vínculo vago e inconsistente, absolutamente dependiente de una teorización imaginaria[16].

Retomando la función del ‘moi’, Lacan comenta que para entender lo designado por Freud, por ejemplo su metapsicología, es indispensable servirse de los planos diferentes de la realidad humana, y las relaciones entre estos: simbólico, imaginario, real, apuntando a que el análisis trata de mantener una experiencia simbólica pura. El ‘moi’ en su aspecto más esencial es una función imaginaria, este es el descubrimiento de la experiencia freudiana. Casi que por esta única vía, lo imaginario, se encuentra un elemento de tipicidad de lo humano, y es decepcionante: somos el ‘moi’, por eso tenemos la experiencia de éste y, además, es la guía (una de las pocas) de la experiencia (humana), tanto como lo son las sensaciones. De aquí que el embaucamiento, el engaño, sea típico del humano, bien basado en su narcisismo.

La estructura central de nuestra experiencia pertenece al orden de lo imaginario. Lo simbólico, lo cultural, se monta, por así decirlo, sobre una estructura imaginaria, la cual genera diferencias tajantes entre el animal y el humano: en la relación genérica (la genitalidad para la procreación), ligada a la vida de la especie, el ser humano funciona de otro modo, radicalmente fuera de lo que la especie requiere. Existe en él una fisura, una perturbación de la regulación vital. Esto es lo aportado por Freud con la noción de ‘pulsión de muerte’, la cual introdujo justo cuando su descubrimiento nodal empezaba a perderse.


En el humano, al adelantarse una apercepción sobre la estructura, la tendencia es a replegarse con tendencia a abandonarla, y por eso pasó en el círculo freudiano que al dejar en un segundo plano lo inconsciente, se volvió a una postura confusa, unitaria, naturalista del hombre, del ‘moi’ y de los instintos. De aquí la recomendación lacaniana frente a “Más allá del principio del placer”, y con toda la obra de Freud: leerla varias veces, a pesar de la confusión que pueda causar inicialmente.

En los últimos cuatro párrafos de “Más allá del principio del placer”, Freud quiso salvar cierto dualismo, en el momento en que varias nociones, libido, yo, etc., empezaban a tener la forma de un vasto todo que nos reintroducía en la filosofía de la naturaleza[17].

Para concluir, Lacan indica con fuerza que la función simbólica se introduce como dualismo de ausencia-presencia, es lo que utiliza el hombre para su funcionamiento en un marco que le permitirá sus primeras identificaciones, así como sus vínculos principales con objetos de odio, amor y deseo. El ejemplo lo encontramos en el uso que el ser humano da a las formas que encuentra en la naturaleza, pseudosignificativas, pero que se convierten en las imágenes que utilizará para construir sus símbolos fundamentales. Así, por ejemplo, es el hombre quien introduce la noción de asimetría. En la naturaleza la asimetría no es simétrica ni asimétrica, no existe orden ni medida, sencillamente ‘es lo que es’.

Lacan adelanta que la próxima vez explicará un poco sobre el yo como función y como símbolo, siendo justamente éste el problema que introduce la ambigüedad: el yo, en tanto función imaginaria, solo interviene en la vida psíquica como símbolo.



Referencias:

Ø  Izcovich, Luis. Los Paranoicos y el Psicoanálisis, Editorial No Todo, Medellín 2011.
Ø  Lacan, Jacques. El Seminario, libro 2 El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 2001.
Ø  Freud, Sigmund. “Introducción del Narcisismo” (1914). En Obras Completas, vol. XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 2006.
Ø  Freud, Sigmund. “Más Allá Del Principio Del Placer” (1920). En Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1989.
Ø  Platón. “El Banquete”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007.
Ø  Platón. “Fedón”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007.



[1] Valga la oportunidad para traer al recuerdo las palabras de Javier Jaramillo en los últimos seminarios que dictó, en los cuales insistía sobre la dificultad que afrontamos en español al tener “…un solo yo para ambas funciones, la simbólica y la imaginaria”, que hace las veces de algo tan fuerte que opone todas las resistencias posibles a un análisis, a la emergencia de la pulsionalidad y de sus representantes para ser analizados, y en lo cual podemos preguntarnos sobre la particularidad del trabajo analítico en nuestro contexto y con nuestro idioma.
[2] Para una idea de cómo esto influyó sensiblemente en la praxis y en la realización teórica recomiendo la lectura del primer capítulo del excelente libro de Luis Izcovich, Los Paranoicos y el Psicoanálisis, Editorial No Todo, Medellín 2011.
[3] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 13.
[4] Se usa el término ‘individuo’ siguiendo la forma como Platón hace el tratamiento del ideal en sus textos, en los que Sócrates habla, justamente de la indivisión, o del retorno a la unidad. Véase Platón. “El Banquete”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007. Platón. “Fedón”, en Diálogos, Madrid: Editorial Austral, 2007. 
[5] Es la lectura que hago de lo que sucede con el texto hegeliano, si bien en parte, pues el autor se acerca a otros límites angustiantes en los que se cuestiona la existencia del hacedor supremo. Ambas situaciones, su trabajo sobre la sustancialidad del espíritu y la naturaleza del origen de la totalidad, lo llevan a límites que permiten dar al menos un paso en otra dirección, dejando en evidencia el verdadero soporte de la ciencia, a saber, las religiones.
[6] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 17.
[7] En este caso Lacan no aclara, ni el traductor, si se trata de yo (je) o yo (moi) debido a que el concepto es usado en el texto en lo concerniente a la historia de la ciencia y de la filosofía. Considero que se trata del yo (moi) en tanto acepción usada para identificar la integración del individuo, función yoica, más que el pronombre que da  lugar en tanto sujeto del deseo.
[8] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 27.
[9] Freud, Sigmund. “Introducción del Narcisismo” (1914). En Obras Completas, vol. XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 2006., página 74.
[10] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 36.
[11] Ibíd., página 40.
[12] Freud, Sigmund. “Más Allá Del Principio Del Placer” (1920). En Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1989.
[13] Jacques Lacan, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica”, Op. Cit., página 41.
[14]Ibíd., página 59.
[15] Ídem.
[16] Ibíd., página 60.
[17] Ibíd., página 63.r